Si sólo pudiese describirles. Ser capaz de pasar a papel lo que pienso cuando les veo. El pelo, su forma de andar, de fumar o de llevar el bolso. No sé sus nombres. Sólo coinciden conmigo en el espacio y en el tiempo.

Como el chico con rastas y barba de chivo, con bermudas de Coronel Tapioca, bajo las que lleva unas mallas elásticas para hacer deporte, y dos camisas sobrepuestas. En pleno enero. Lo catalogo de estudiante que ha agotado la ropa limpia y acude a la ropa de verano. La mujer con gabardina beig que lee de pie, hoy toca Thomas Mann. O la chica con la bolsa de tela de Harrods. Con su pelo rojo y sus ojos profundos. Hoy lleva bailarinas de purpurina y calentinas claramente hechas a mano. O el chico que coge el autobús dos paradas después de ella, siempre por la puerta del conductor, ella se sienta siempre en el asiento de la ventana, en frente de la puerta de en medio. Cuando él entra, el autobús ya va lleno y se queda en el primer tramo de pasillo. Es el más alto de los tres que entran. Le calculo dieciséis. Ella quince. Las chicas buscan su saludo, le comentan cosas banales, los chicos hacen piña su alrededor, su atractivo es claro, su voz ya profunda. Y lo sabe. Y la busca en la distancia entre las cabezas de los viajeros.

Ella lleva aparato en los dientes y no sabe todavía qué hacer con el pelo, tan rojo, y tanta cantidad, hoy lleva una diadema elástica. Sabe en qué parada sube él. Le mira subir. Nada más. No se maquilla, ni mira constantemente su móvil. Mira por la ventana, el río hoy está helado. En una parada sube un hombre muy alto, y se planta como una sequoia en el medio. El aprovecha un frenazo para moverse diez centimetros a la derecha, de forma que ella queda entre la sequoia y la mujer que lee a Thomas Mann. Ella sigue mirando el rio helado. Dos chicas le enseñan algo a él en sus móviles. Todos ríen. La sonrisa de él podría provocar el deshielo de un glaciar. Y lo sabe. Y las chicas también. Sólo ella parece ajena. Atenta a la ventanilla. Al río helado. Pero también a su voz. Y al juego de reflejos en el cristal, que le permite ver su imagen. Y llega la parada del instituto. Y ambos bajan. Ella por la puerta del medio. El por la de delante. El hace que se abrocha un zapato, hasta que ella llega a su altura. Y avanzan a la par hacia la puerta del instituto, él rodeado de su séquito , ella aferrada a su bolsa de Harrods, sin regalarle ni un soslayo.

Hoy los tres entran por la puerta del medio, los otros dos parecen no entender por qué, el autobús hoy va muy lleno. Ha vuelto a nevar. El consigue avanzar hasta la ventana del habitáculo central ante las musitadas protestas de algunos viajeros. Ahora no vale el juego de reflejos. Ella opta por seguir mirando por la ventana empañada. Uno de sus amigos le comenta algo gracioso y él sonríe, y en algún lugar se deshiela un glaciar. Y entonces pasa. Por dos décimas de segundo sus miradas coinciden en el espacio y en el tiempo. Y ella le regala un atisbo de sonrisa. Y vuelve al cristal empañado. Y él siente que es un paso pequeño para la humanidad, pero grande para él.

La pierde en la multitud que abandona el autobús. Ella se para a buscar algo en su bolsa. Avanzan a la par.

Les descubrí una vez de paseo por el puente, el pelo rojo de ella, con el que ya sabía qué hacer, los dientes libres de brakets, la sonrisa de él sólo para ella, en el mismo espacio y tiempo. Sólo deshiela su glaciar.

Si sólo pudiese describirles, ser capaz de pasar al papel lo que pienso cuando les veo.