Yo nunca sería capaz de tomar al asalto una comisaría, ni de hacer una huelga de hambre, o morir por una causa. David sí. Y por eso tenemos lo nuestro. Nos conocimos en la biblioteca. Los dos queríamos el mismo libro de derecho civil, él estaba matriculado en Agrónomos y yo no acabé de entender por qué tenía interés en el mismo libro que yo, que estudiaba Derecho. Decidimos compartirlo. Y ya no nos volvimos a perder de vista. Es el único que me llama Maravillas. Por mi nombre. Porque le gusta. Una vez me dijo que yo parecía la típica rubia que no come, y yo le contesté que él era lo más parecido a un okupa. Pero funciona.

Acabamos a destiempo, en junio terminé yo, y un septiembre después él. Él consiguió una beca en Agricultura y yo empecé a trabajar en el Centro Comercial, en el departamento de perfumería. La primera vez que me vio en uniforme me preguntó desde qué puerta salía el avión para Bilbao. Lo único que es distinto es que mis tacones son más altos. Y a mí no me gusta volar. Yo lo que quiero es ser notario.

El piso lo encontramos por casualidad. Ni muy grande ni muy pequeño, pero con techos altos y ventanales. A los dueños les urgía la venta, y el banco nos facilitó la hipoteca.

Primero llegó Simón y once meses y una semana después Levi. Fue entonces cuando mi madre entró en nuestras vidas. David empezó a trabajar en una empresa de pozos, yo volví enseguida a vestirme de azafata con tacones altos, y alguien tenía que cuidar a los niños. Que conste que ella se ofreció voluntaria a tamaña empresa. Siempre dice que su día estaba vacío, y los niños se lo llenaron.

En un principio, el proyecto iba a dirigirse desde la central en la capital. Pero después cambiaron de opinión y les comunicaron que tendrían que trasladarse con frecuencia a Sudán, para dirigirlo in situ. A mi no me hizo mucha gracia. Me alegré por la gente, que iba a tener después pozos, pero las noticias que leía sobre la zona no me parecían muy alentadoras. David me tranquilizaba, nos contaba que la gente era muy amable y agradecida, y que la zona problemática estaba muy lejos de donde ellos estaban trabajando. La zona siempre estaba lejos.

Primero me llamó mi primo. Y después un ministro. No sé cual. Mi madre dice que empecé a gritar. No me acuerdo. Y la casa se llenó de gente triste, que me agarraba las manos. Y yo les oía como si estuviese tras un cristal. Alguien me dio un vaso de agua. Y me envolvió una profunda tranquilidad. Y me dormí. Horas o días. No lo sé. Según parece asistí al funeral y al entierro. Nadie supo que, tras las enormes gafas oscuras, seguía durmiendo. Todo está fundido en negro. Con voces mate y lejos. Y esa tranquilidad. Esa paz absoluta.

Ni se enteró. Y me lo dijo mirándome fijamente, como para querer convencerme. La Hermana Celeste. En mi tranquilidad artificial se me ocurrió que tenía nombre de grupo indi. Y me dio por reír. Me cogió la mano y me la acarició. No tenía manos de monja. Tenía las manos de mi tío Crisanto. Albañil. Y otra vez la risa. Ella también sonrió. Al menos. Había traído “las cosas”, como ella las llamó, en un macuto enorme de lona azul.

Cuando se fue me quedé mirándolo sin poder siquiera tocarlo. Mi madre lo cogió y despareció con él por el pasillo.

En algún momento me di cuenta de que David no iba a volver. Que no iba a escuchar el ruido de sus llaves en la puerta, ni vaciar sus botas de arena, verle convertir nuestra bañera en una cubeta para el estudio de las olas del mar, escuchar su risa, verle cargar con los niños a la espalda, oir como le llama Beckenbauer a Fran para luego presumir de ser el único hombre sobre la faz de la tierra capaz de robarle el balón, los domingos sin prisa, o saberme poseedora de su total y sincera atención.

Ellos se van, y los que dejan atrás tenemos que volver a construir nuestra vida, como si un inesperado bombardeo la hubiese hecho saltar en mil pedazos.

Volví a trabajar un mes después, para mover mi cabeza hacia algún lado, y ver gente. Volví a funcionar, una nueva rutina sin esperar su vuelta, una rutina para aceptar su ausencia.

Lo encontré un domingo por la mañana. Buscando una bolsa de deporte y guantes de goma para Levi , el lunes tenía una excursión con el colegio y una bolsa de deporte era la mejor opción para meter todo lo que me habían dicho que debía llevar. Estaba en el armario de los productos de limpieza. En la lista, en rojo, habían escrito “Guantes de goma”, me pregunté qué tendría que hacer mi hijo con guantes de goma en Andorra, pero aún así aparté varios cachivaches para alcanzar la bolsa de guantes y allí lo descubrí. Grande y de lona azul. Empotrado contra la pared del fondo. Cogí los guantes y volví a cerrar la puerta como si hubiese visto una bomba a punto de explotar. Tuve un nudo en la garganta todo el día. No se fue ni con un par de chupitos de orujo.

La mejor manera de solucionar un problema es aceptarlo. Así que, en cuanto los niños estuvieron dormidos y mi madre se marchó, volví a abrir la puerta.

Observándolo ante mi, sentada en el suelo, se me ocurrió que tenía algo de macuto de soldado. Pero en azul. Aflojé la apertura superior, y decidí ir sacando las cosas una a una, sin mirar el contenido total, siendo juez y parte de mi propio sorteo.

Una lata con lo que parecían billetes de autobús, papelitos de colores con garabatos escritos a mano, algunos con letras impresas y a un ridículo precio, le gustaba viajar en los medios de transporte público del lugar donde le tocara trabajar, decía que así se podía hacer una idea de la distancia real entre las poblaciones, mejor que en un jeep o en un camión de la Organización. Veinticuatro papelitos de colores en dos semanas. Dejé la lata en el suelo junto a mí. Un paraguas negro plegable, una linterna, tres cuadernos con informes escritos a mano, y medidas, no solía llevar dispositivo electrónico alguno, ya que solía moverse por zonas donde la electricidad era un artículo de lujo y sin conexión a internet, lo documentaba todo por escrito , y una vez en la central lo pasaba al ordenador, sonreí al tratar de entender su letra ilegible, siempre le decía que debería haber sido médico. El me respondía que no le gustaba la sangre. Y otra vez el nudo. Dos cajas de lápices y una de gomas, tres collares de cuentas de madera de colores, su maquinilla a pilas y una bolsa de cuero marrón. Abrí la cremallera despacio, casi temiendo que algo fuese a salir volando de dentro. Su Canon EOS. Perdí mi batalla contra las lágrimas, pero me las borré con la mano. A través de esa cámara había recorrido África de su mano, de cada viaje traía un reportaje gráfico, una especie de diario con el que me explicaba lo que había hecho. A mi propuesta de publicarlas, había contestado que hacerlo sería como vender el alma de aquellos lugares y de sus gentes, las solía revelar él mismo en el trastero. Sin querer, mi mirada vagó hasta una foto que adornaba nuestro salón,y que él había titulado “Cántaros”, una mujer de espaldas con un enorme cántaro sobre la cabeza, una mano lo sujetaba, la otra en la cadera, en un paisaje ocre y marrón, ella misma vestía de naranja.

Volví a borrar las lágrimas y cogí la cámara entre mis manos, alguien la había limpiado, pero aún había restos de algo. Supuse de qué y mi estomago se dobló, me tapé la boca y respiré hondo, cerrando los ojos. Cuando mi estomago volvió a su posición normal, encontré el valor para examinarla.

Todavía tenía batería, así que pulsé un botón y con un breve pitido encendió su piloto verde. En un arranque de valentía toqué el botón para ver las fotos en la pantalla.

Y allí estaba. LA foto. LA última foto. No pude borrar las lágrimas. Me quedé mirando la pantalla, incapaz de moverme.

Cuando pude forzar en mí alguna reacción, apagué la cámara y la devolví a la bolsa de cuero, apretándola contra mi,mirando al vacío, tratando de hilar siquiera un pensamiento. Hacía meses que no lo hacía. Había dejado a otros hacerlo por mi. Noté como me invadía un cansancio casi mineral.

Una a una volví a meter las cosas dentro del macuto. Todo menos la bolsa de cuero. Guardé ambas cosas en las profundidades de una balda con jerseys de invierno.

La primera persona a la que se me ocurrió podría consultar fue Don Robusto, mi antiguo párroco, aunque para nosotros siempre fue Robusto. A secas. Más allá de toda confesión o voto. Pero la última vez que había ido a visitarle, la edad ya había hecho mella y la enfermedad del olvido no le había permitido reconocerme. Así que hube de buscar otra opción.

Si siempre he querido ser notario, ha sido por Don Sisenando. Cada familia tiene un médico de cabecera. Nosotros teníamos un notario. Recuerdo acompañar a mi madre a hacer algún trámite, el despacho estaba en un segundo piso y la escalera era una suerte de ampliación de la sala de espera, donde la gente aguardaba pacientemente ser atendida, respetando el orden de los peldaños a modo de turno. Pacita era entonces la oficial y salía a intervalos regulares a resolver asuntos menores entre los que esperaban. Y a repartir Chupa-Chups. Para nosotros niños no suponía ir a solucionar papeleo. Nosotros íbamos por los Chupa-Chups.

Pero Pacita se jubiló hace años y ya no se reparten turnos por peldaños. Ni Chupa-Chups. Si bien las riendas de la notaría las lleva ahora su hijo, Don Sisenando conserva su despacho. Y de alguna manera el mando. Cuando yo era una niña, el ya era un hombre muy mayor. Cuando el oficial me abrió la puerta de la estancia, se me ocurrió que aún debía ser posible hacer tratos con fuerzas innombrables para detener el paso del tiempo. Y Don Sisenando había firmado uno años atrás, conservándose tal y como le recordaba.

Sentado a su mesa de caoba maciza, levemente encorvado en su impecable traje azul marino con chaleco del que pendía la leontina dorada de su reloj, y corbata con nudo Windsor. Era portador de unas gafas de miope rectangulares, sin pasta y minúsculas, lo que me había llevado muchas veces a pensar que eran totalmente insuficientes para la amplitud de su mirada azul, con la que observaba a su interlocutor por encima de ellas. Tenía menos pelo, muy blanco y bien cortado. La máquina de escribir había sido sustituida por un moderno ordenador portátil con impresora inalámbrica. Único cambio reseñable en la decoración caoba, maciza y profusa. “Eres igual a tu madre” y me señaló con un dedo indice largo y curvo, al tiempo que se incorporaba sin demasiado trabajo, le di dos besos y el me acarició la cabeza, como entonces, intenté no mirarle para no emocionarme, y casi lo logré. El me ofreció su pañuelo de todas formas.

Me volvió a dar el pésame que ya había recibido de su hijo en su momento, y mirándome por encima de sus minúsculas gafas, entrelazó sus largos y abigarrados dedos para preguntarme en qué me podía servir. Yo aferraba la bolsa de cuero contra mi, como si de un salvavidas se tratase y no sabía muy bien por donde empezar. “Lo mejor es empezar siempre desde el principio” y esa frase en su voz como de hojas secas, borró como por pincel mágico mis dudas y empecé desde el principio.

Me situé junto a él y accioné el botón de encendido de la cámara, para luego pulsar la tecla de visionado de fotos en la pantalla. Y allí estaba otra vez. LA foto. Por primera vez en mi vida vi a Don Sisenando ajustarse las gafas al tiempo que guiñaba imperceptiblemente los ojos. Se hizo un silencio que no supe romper. Su mirada azul multiplicada por diez a través de sus lentes rectangulares se encontró con la mía, que por algún motivo no podía parar de parpadear. “Criatura, vamos a necesitar refuerzos”. Mi abuela me había contado una vez que Don Sisenando había sobrevivido al acoso de Belchite, con lo que tras escuchar tal frase de su boca, no pude más que sentarme a esperar.

Llamó a Hernán, su hijo. Y éste a su primo Amable, abogado que tenía su oficina a dos calles, pero que apareció en el despacho apenas Hernán colgó el teléfono.

Los tres contemplaron LA foto en el visor, al tiempo que intercambiaban comentarios a media voz que yo desde mi asiento no podía oir.

Me explicaron, de forma que yo pudiera entenderlo, las diferentes posibilidades que se daban con respecto a LA foto. Me ofrecieron unos días de plazo para pensar. Pero no los necesité. Me decidí por la única opción que para él hubiera sido posible. No podía ser de otra manera.

Doné la foto al Museo de Arte Moderno. Le dedicaron una sala en exclusiva. Los beneficios de cualquier tipo de reproducción se destinaron a la Fundación Silev, una combinación de los nombre de nuestros hijos, destinada a la construcción de pozos. Sus pozos. Ahora nuestros pozos.

A veces me siento en el banco que han situado frente a ella. Y escucho su voz en mi oido. Casi un susurro. Llamándome. Maravillas. Porque es mi nombre.