Nos presentó Moncho. No me acuerdo dónde. Pero había más gente, tú estabas con unas amigas. Te pedí el teléfono y te llamé al día siguiente. No tuvimos un noviazgo largo. Tú me dijiste que no querías ser una novia eterna, y yo no tenía nada en contra de ponerlo todo por escrito. Yo empecé en el banco y tú te quedaste en casa mientras no encontrabas algo. Eso dijiste. Pero eso no cambió. Moncho y Carmela tuvieron a Daniel al poco tiempo. Ricardo y Teresa a Silvia. Poco a poco nuestro círculo de amigos nos fue rodeando de niños, y, sin querer, a ejercer una especie de presión silenciosa. Porque nosotros no teníamos. No venían. Y no era por no intentarlo. Ese no era el problema. A tí no parecía importarte, ya vendrán, les decías. Ya vendrán. Pasaron tres años y seguían sin venir. Y a mí comenzó a importarme. Porque veía a los otros con sus niños, y no podía evitar sentir una inmensa envidia. Y te lo dije. A tí seguía sin importarte, pero aceptaste mi propuesta de consultar un médico. Tú lo buscaste. El Dr. Moyano, en la capital. Te pregunté por qué no íbamos al tuyo, y me dijiste que aquel era mejor. Y yo te creí. Recuerdo que tuve que pedir un día en el banco. Nos hicieron pruebas de todo tipo. Sólo les faltó la de Rayos X. El Dr. Moyano nos dijo que en un mes tendrían los resultados y que ya nos llamarían para concertar otra cita. En esa época Ignacio y yo abrimos la gestoría. Por las mañanas el banco, por las tardes la gestoría. Un sábado por la mañana, me presentaste una carta. Había llegado el día anterior, pero no quisiste abrirla sin mi. La culpa era mía. Mi porcentaje de infertilidad era total. Por eso no venían. Recuerdo la pena súbita que sentí. Tú me abrazaste, y me dijiste que a tí eso no te importaba. Que me querías. Sobre todas las cosas. Y que lo importante era que nos teníamos el uno al otro. No necesitábamos nada ni a nadie más. Y lo hicimos, como para confirmarlo. Nos comenzó a ir muy bien. Los contactos correctos, el momento indicado. Nos hicimos grandes. Comenzamos a aparecer en la foto. Tú quisiste que nos mudáramos a una villa. Yo te dije que iba a ser demasiado grande para los dos solos. Tú argumentaste que así podríamos recibir gente sin molestar a los vecinos. Te propuse adoptar, en aquel momento era relativamente sencillo. Nos teníamos el uno al otro, me dijiste, no necesitábamos a nadie más. Treinta años. De regalo te llevé a París. Treinta años.

La conocí porque comenzó a trabajar en Contabilidad. Divorciada. Ni joven ni mayor. En mi misma onda. Conectamos enseguida. Y sucedió. Comenzamos a vernos. Sin pensar en nada más. Sin mirar a los lados antes de cruzar, como se suele decir. Hace dos días vino a mi despacho a primera hora. Y me presentó un predictor positivo. No supe cómo reaccionar. Opté por explicarle mi problema. Y ella me explicó su ciclos. Ahora sé que el cuerpo femenino es lo más parecido a un ingenio de relojería. Incluidos los retrasos. El silencio puede pesar. Y en él nos sentamos ella y yo, para tratar de comprender lo que estaba pasando. Después busqué el teléfono del Dr. Moyano. Ya está jubilado, pero sigue acudiendo diariamente a su consulta. Ahora es una clínica. Aceptó gustoso recibirnos. Le expliqué lo que había pasado y él lo escuchó todo. Hasta el final. Luego se incorporó y abrió un armario, que estaba repleto de carpetas. Nuestro caso ocupaba la número cuatro. Me entregó los resultados de nuestras pruebas. Nunca habíamos pasado a recogerlas. Ambos diez de diez. Todo correcto. Via libre. Él entonces había asumido que nuestras dudas se habían resuelto por si mismas, a la vista de los datos. Me dio una copia. Nos deseó lo mejor.

He hablado con Ignacio. Siempre le había considerado un hermano. Él sólo me lo confirmó. Tenemos contactos lejos. Y allí nos iremos. Los tres.

Sólo he pasado a recoger mi pasaporte y escribirte esta nota. Ignacio enviará a alguien a por el resto de mis cosas.

No encabecé esta carta con una demostración de sentimiento hacia ti, porque ya no te quiero. No la acabaré midiendo el tiempo hasta nuestro reencuentro.

Porque no te quiero volver a ver.