El teléfono era de baquelita roja. Y estaba colgado de la pared del recibidor. El auricular tenía un cable tan largo, que podíamos llevarlo sin problemas por todo el apartamento mientras hablábamos. No sonaba como el resto de los teléfonos. Era lo más parecido a una alarma de incendios, que siempre nos cogía desprevenidos. El apartamento era pequeño. Un dormitorio, una sala, una cocina y un baño completo, que cabía en el espacio equivalente al de una cabina telefónica. La ventana del salón se abría a un balcón minúsculo, desde donde, si alguien se asomara descolgando medio cuerpo por la barandilla y girando la cabeza hacia la derecha, se podía ver el Castillo. Tal como nos lo había demostrado nuestro casero, cuando lo habíamos ido a ver por primera vez.

Por aquel entonces, Leander ya había acabado la carrera de derecho, y visitaba los cursos obligatorios de pasantía. Yo había hecho lo propio con la mía de Historia del Arte combinada con Filología Románica, por la rama de Francés, y todavía no sabía qué hacer de mi vida. Adentrarme en el tortuoso mundo de los doctorados, o decantarme por la rama de magisterio. Mientras no me decidía, impartía clases de pintura al óleo en la Volkshochschule (Universidad Popular) y ayudaba un par de horas a las semana en la biblioteca pública. Nuestra vida discurría en el limbo de aquellos que ni son ya estudiantes, ni todavía han entrado de lleno en el mundo laboral adulto. Además era verano. Con lo cual, la sensación de vivir en vacaciones se hacía más patente.

Aquella mañana yo me había decidido por fin a planchar mis pantalones de lino. Tenía tres. En beig, azul añil y rojo. Una oferta tres por uno que no había podido dejar escapar. Leander había comprado una tabla de planchar casi tan grande como nuestra sala, y yo la había colocado ante la ventana abierta al balcón, por una parte, porque así conseguía un poco de corriente que amainase el calor reinante, por otra para distraerme con lo que pudiese pasar en la calle, muy transitada por aquellos que se decidían por subir a pie al Castillo. Estaba tratando de decidirme si añadir un poco de colonia al agua de la plancha, cuando sonó el teléfono. Del susto arrojé la botella de agua de lavanda contra el sofá, como quien arroja una bomba de mano. Y todo se llenó de olor a lavanda. Pero eso a mí no me importó. Yo sólo corrí a coger el teléfono y lograr el cese de aquel ruido atronador que era su timbre.

-Pippa!

-….

-No te acuerdas de mi?!

-Pues no sé…

-Soy Malte!

-Malte?

-Si! Malte, tu Malte…

-Ya…qué quieres Malte?

-Pues verás, estoy por casualidad en la ciudad y pensé…pues mira, voy a llamar a Pippa para ver cómo está….

-Y cómo has sabido mi teléfono?

-Estás en la guía….

-Ya…

-Si eso nos pasamos esta tarde, para una cervecita…

-Nos pasamos?Malte…

-Ach, Pippa….me alegrará verte, a tí y a…a..

-Leander?

-Eso, Leander….a las cinco?

-Malte…

-Chau!

Malte Henle nunca había sabido escuchar. Habíamos salido cerca de un año, cuando ambos habíamos llegado a la ciudad para empezar nuestras respectivas carreras. Él había empezado Políticas con Historia, para dejarlo después por Geología con Biología, pasando por Sociología y Pedagogía, y por último Antropología y Estudios Americanos. Además de no saber, ni querer, escuchar, Malte era vago. En todos los sentidos. Incluso para llevar una relación. Cuando lo dejé, ni se había preocupado por preguntarme el motivo. Hubiese supuesto pronunciar demasiadas palabras. No le había vuelto a ver desde entonces. Que se hubiese tomado la molestia de buscar mi teléfono, y demostrase tanto interés en concertar una cita, me resultó más que sospechoso. Pero la gente cambia, pensé, y, a lo mejor, Malte, había aprendido a llevar conversaciones con más personas que consigo mismo.

-Y dices que viene con más gente?

-“Nos pasamos”dijo….

-Bueno, el pack es de seis birras….si son más bajo a por otro…

-Tenemos zumo…

-Qué bien huele a lavanda…..que el olor de los arbustos de la cuesta llegue hasta aquí….y tan…envolvente….

-Ya, es que…-

Pero no me dio tiempo a explicarle a Leander más, ya que sonó el timbre del telefonillo del portal.

Malte seguía igual, pero con el pelo algo más largo y había ganado un poco de peso, con la camisa blanca, los vaqueros y los mocasines, me pareció por un momento un cantante melódico salido de las revistas del corazón, ella era rubia, el pelo largo acababa en una suerte de tirabuzones, y enmarcaba una cara alargada con una nariz a juego, medio disimulada por una gran cantidad de maquillaje, el suyo era un estilo ibicenco profuso en volantes blancos y flecos, coronado por unas sandalias doradas de cuña muy altas.

-Ella es Jenny, mi esposa

-Hola, un placer conoceros….un apartamento….encantador, he de decir…y cómo huele a lavanda….encantador…

-De los arbustos supongo…-Anotó Leander, yo iba a decir algo,pero opté por no dar explicaciones

-Encantador…

Los dos se sentaron en el sofá de la sala, y nosotros ocupamos dos sillas frente a ellos, sin saber muy bien cómo comenzar una conversación. Malte fue quien tomó la iniciativa, adelantándose en el sofá.

-Nosotros, desde que nos casamos, vivimos en Sankt Leon-Rot, el padre de Jenny es Gottlieb Grebmüller…- Y nos miró como dando por sentado que conocíamos al Sr. Grebmüller, Leander y yo nos miramos escépticos.- Gottlieb Grebmüller?…claro que le conocéis mi suegro es “El Rey de la Gravilla”…- Jenny asintió con una orgullosa sonrisa en su rectilíneo rostro y se apartó uno de sus mechones, yo a mi vez sonreí a Leander quien tomó un trago de su cerveza como toda expresión de sentimiento hacia aquel hecho.- Y…bueno…no me voy a andar por las ramas. No hay cosa que más desee Gottlieb, y a la postre nosotros, qué duda cabe, que tener nietos….ya lo intentamos desde antes de la boda….y de eso hace ya dos años….y todavía no ha sido posible…en fin, a lo que que iba…el asunto es el siguiente…soy consciente de las dificultades que estáis pasando..- Leander y yo nos miramos de nuevo, pero él no nos dejó hablar- …una vida así es difícil, nos consta…y por eso queríamos plantearos una solución lucrativa a ambos problemas….tú y yo Pippa estuvimos una vez juntos…como recordarás…y dónde hubo fuego siempre quedan cenizas, lógicamente…o rescoldos…o bueno…en fin, que donde hubo algo aún puede arder una llama a la esperanza…y…entonces, haciendo uso de esa llama, engendraríamos un hijo….que, una vez trajeses al mundo nos entregarías…..no gratis, por supuesto, esas cosas tienen su precio….y podríamos llegar a un acuerdo que nos beneficiara a todos- Se hizo el silencio. Leander y yo no nos movimos un ápice. No podíamos. Supongo. Y de pronto, nuestro teléfono atronó el momento, provocando que todos diesemos un respingo a la vez en nuestros asientos. Leander se incorporó a coger la llamada, le oí atenderla en algún lugar, y Malte y su mujer también se incorporaron con intención de marcharse.

-Pues ya queda dicho….os lo pensáis…y cuando estés dispuesta nos lo dices….

-Ya…

-Encantador….y la lavanda….no tengo palabras ….

-Ya…- Les acompañé hasta la puerta, y sin muchas despedidas, se fueron. Leander ya había colgado el auricular sobre el teléfono en la pared y tamborileaba los dedos sobre él, yo aún aferraba la manilla de la puerta. Nos miramos un instante.

-Tú querías ir hoy a IKEA, no?- Preguntó Leander

-Sí..

-Pues está hecho, era Meike, nos presta el coche.

Hoy, a la vuelta del Instituto, todos lo semáforos me tocaron en rojo. En uno de ellos, el lateral de un camión rodó hasta la altura de mi ventanilla “ Grebmüller y Herederos. El Rey de la Gravilla”, y me acordé de aquel día de hace veinticinco años. Y del olor a lavanda.

Cuando llegue a casa, tengo que recordarle a Leander que tenemos que ir a IKEA.