Hubo un tiempo en que a mi primo Tato se le dio por hablar en susurro. Pero no un susurro normal. Un susurro casi inaudible e indescifrable que acababa por sacar a su interlocutor de quicio. Pero a Tato no le importaba. Él parecía muy conforme con su forma de expresión.

Si dejó de hablar de esa forma fue por culpa de Eufrasia.

Aquella tarde Tato y yo subimos al desván sin que nadie nos viera. No. Tato me subió con él al desván sin que nadie nos viera, para ser más exactos. Yo sólo tenía cuatro años y le hubiera seguido al fin del mundo, aún sin saber dónde estaba. Pero no me llevó al fin del mundo. Me llevó al desván. Antes le había robado una bolsa de palotes de fresa a su hermana Gertru, y con ella en ristre subimos a lo alto. Tato levantó la trampilla y después ya fue solo deslizarse al interior. El desván se extendía por toda la planta de la casa de mis abuelos,y estaba repleto de cosas y artefactos de los más dispares calibres. Pero nosotros no  subimos para rebuscar entre lo que hubiera alli. Nosotros subimos para comernos todos los palotes de fresa de mi prima Gertru. Y eso hicimos. Nos sentamos uno frente al otro con la bolsa de palotes entre nosotros, y uno tú otro yo, la fuimos vaciando. Yo entonces todavía no sabía contar, pero supongo eran muchos. Entonces, Tato se incorporó y con un gesto me indicó que ya era momento de volver abajo. Pero no pudimos. Tato intentó abrir otra vez la trampilla, pero le fue totalmente imposible. Incluso aunamos fuerzas. Pero no hubo manera. No empezamos a gritar, ni a llorar, ni a llamar a nuestras respectivas madres. Eso nos hubiera delatado y hubiera provocado el llanto sin fin de mi prima Gertru por sus palotes de fresa. Y si algo había que evitar a toda costa era que la Gertru se arrancase a llorar. Y eso no lo decía yo. Eso lo decía su madre. La Gertru podía pasarse horas llorando. Sin más. Yo creo que al final ni ella sabía el porqué. Así que nos sentamos junto a la trampilla a esperar que pasara algo. Y pasó. Eufrasia. Que por algún motivo pasaba en ese instante por debajo de la trampilla por el pasillo. Y Tato pegó la boca al borde de la trampilla y, le dijo, en aquel susurro suyo, lo que nos había pasado. Sea lo que fuera que Eufrasia llevaba en las manos, cayó al suelo y estalló en mil pedazos. Y el estruendo fue equivalente al grito de Eufrasia. Yo quise empezar a llorar. Pero ni eso pude. Simplemente enmudecí. Tato volvió a pegar la boca al borde de la trampilla y volvió a insistir en su susurrada explicación. Y Eufrasia comenzó a gritar como una loca, y se fue gritando que donde nosotros estábamos había un aparecido. Nosotros miramos a nuestro alrededor y no vimos a nadie más. Ni aparecido ni desaparecido. Yo ahora solo tenía ganas de hacer pis y de llorar. Pero no a partes iguales. Y oímos más gritos. Y al padre de Tato, al que despertaron de la siesta. Y entonces Tato, me cogió de la mano y me llevó corriendo hasta la ventana del desván, que daba a la parte de atrás de las cuadras. Y la abrió. Y sin más me cogió en alto y me tiró por ella. Él se tiró después. Y los dos nos encontramos en las profundidades de la ingente montaña de paja que los hombres habían estado amontonando toda la mañana. Salimos casi haciendo volteretas y muy sucios de polvo. Tato me sacudió la ropa todo lo que pudo y luego a si mismo. Después me volvió a coger de la mano y me llevó corriendo hacia la casa.

Estaban todos tan ocupados en calmar a Eufrasia, y en tratar de abrir la trampilla del desván que nadie se percató de nuestra presencia. Sólo mi madre, de paso, nos preguntó de dónde veníamos tan colorados. A lo que yo contesté vomitando todo lo que había atesorado en mi ser. Los palotes de Gertru incluidos. Pero lo chacaron a un golpe de calor. Y nos desnudaron y nos llevaron a la alberca para que nos refrescáramos. Alguien llamó a Don Justo, el cura del pueblo, para que subiese al desván para que convenciese al aparecido de que regresase al otro mundo. Para entonces Tato ya hablaba en su tono normal de voz y yo bebía agua con limón a traguitos sentado en el regazo de mi madre.

No he vuelto a comer palotes de fresa.