Margaret Parker-Lee se había reído por última vez el jueves veinte de mayo de 1982. Se acordaba de que era jueves porque era el día de la semana que había elegido para hacerse la manicura. Después había quedado con su amiga Peggy para ir de compras y celebrar su contrato con Courreges. Peggy le contó que Alfie aquella mañana se había ido al trabajo en zapatillas y había tenido que volver desde la estación para ponerse los zapatos, y que ella casi se había hecho pis de la risa, pero Alfie no le había encontrado la gracia, y las dos se habían reído a carcajadas. Entonces habían aparecido Reginald y Timothy junto a la mesa, en uniforme de ceremonia y las gorras bajo el brazo, sin decir una palabra. Y todo se volvió negro.

Graham no podía haber muerto en las Malvinas. Se habían despedido tres días antes, al pie del coche que le iba a llevar a dirigir maniobras a algún lugar de Gales. Eso es lo que le había dicho. Voy a hacer maniobras con un grupo de tipos en Gales. Y se había reído con su risa de gigante, y la había alzado en el aire al abrazarla. Un último beso. Y se había ido. Pero no iba a Gales. Se iba a una guerra absurda en unas islas de las que ella no había sabido de su existencia hasta hacía pocas semanas. Reginald le dijo que Graham no había querido preocuparla. Él sólo iba a labores de observación.

Ella dejó de sentir. Si bien seguía respirando, y su cuerpo se movía y actuaba con normalidad, algo había dejado de funcionar. Como si alguien hubiese accionado un interruptor. Podía hablar, escuchar lo que se le decía, dar opiniones, comer, dormir y beber. Pero no podía expresar sentimiento alguno. Hizo muchas campañas después, se sumergió en una vorágine de trabajo, que la hizo dar la vuelta al mundo varias veces. Lo había dejado cuando todavía estaba en la cumbre. Y cambió de bando. El mundo de la moda masculina estaba en ciernes por aquel entonces y ella, poco a poco, se hizo un nombre como agente. El mundo de la moda era un mundo frio, muy poco humano y ella encontró el medio adecuado en el que moverse.

Cuando conoció a Rodrigo, éste era un adolescente de pueblo poseedor involuntario de una belleza fuera de lo normal. Un diamante en bruto que ella había pulido hasta convertirlo en lo que hoy era. El hombre más deseado del planeta. El número uno. El mejor. Nunca había sentido la necesidad de ser madre y nunca se había sentido la madre de ninguno de sus chicos. Pero con Rodrigo era distinto. Durante demasiado tiempo habían estado los dos solos. Se habían tenido el uno al otro, nada más. Rodrigo había conseguido aflojar su interruptor. Por eso se sorprendió al sentir una especie de eco de alegría cuando le presentó a Cari. Ella había encontrado por fin a alguien en quien poder delegar algunas cosas. Rodrigo, el punto de apoyo que hacía girar su mundo.

Nunca se había mudado del apartamento que Graham había comprado para los dos. No estaba en el barrio más chic. Ni era muy grande. Tampoco pequeño. Era la que ella consideraba su casa. A la que siempre volvía por más vueltas al mundo que emprendiese. Y allí estaba ahora. Recostada en el sofá observando los reflejos que la luz de la ventana hacía en el vaso de whisky, y cómo variaba el color ámbar del líquido según moviese la mano. Hoy era también jueves. Y Margaret Parker- Lee se permitió sonreír.