Vuelve siempre a deshora. Abre la puerta con las llaves, se le caen dos veces, porque tiene los brazos ocupados con todas las cosas que ha comprado de camino a casa. Empuja la puerta con un pie, y una vez dentro, la cierra de la misma manera, y anuncia su llegada con un Hola casi cantarín, en altavoz, alargando la última vocal. Como los presentadores de esos programas infantiles, que siempre irradian optimismo. Y yo no me muevo. Anquilosado en mi estupefacción. Ella deposita todo lo que lleva en las manos y los brazos sobre la mesa del comedor, al tiempo que suspira aliviada, para después mirarme con una sonrisa expectante, esperando una reacción por mi parte, que no llega. Qué pasa, quiere saber, y ríe mientras comienza a desabrocharse el abrigo y se saca las botas. Articulo su nombre, y ella vuelve a reír, presente, me dice, imitando la escuela, vuelve a suspirar, poniendo sus brazos en jarras contra las caderas, no te imaginas la de gente que hay hoy por la calle, casi tuve que pelearme para entrar en el metro, y se ríe, y me mira parpadeando rápido, qué pasa, estás ahí de jueves, y yo articulo su nombre, y doy un paso hacia ella, pero me paro, intento encontrar palabras en mi cabeza, pero sólo consigo mover las manos ante mí, como aquel que intenta con ellas expresar lo que piensa sin dar precio a su boca. Y otra cosa, tengo que hablar con el de la Comunidad por la cerradura del portal, la llave vuelve a no entrar bien, eso es que intentan entrar, fijo, después subo y se lo digo, me dice, señalando el techo, y yo consigo decir algo, y es que no, no hace falta que vayas, y ella me mira escéptica, no entiende mi posición, después de cenar subo y ya está, la cerradura está mal, es una hecho, ya, le replico, pero no es necesario, de verdad, y suspira, tú sabrás, después no protestes si nos roban, hay bandas por ahí que ya buscan portales como el nuestro, y se queda en silencio, y yo también, en fin, hoy comemos quiche de cena, Quiche Lorraine, y lo repite exagerando el acento francés mientras hace un gesto desvaído con la mano, y se ríe, mi franchute es impecable no me digas, haces tú la ensalada?, y yo encuentro el valor, y digo que sí, claro, sin saber muy bien qué hacer, ella me sonríe, y mira la hora, pues mientras tú la haces yo subo y le digo lo del portal, y entonces me decido de una vez y le digo que de verdad no hace falta, y ella, ya camino de la puerta, se vuelve, un tanto contrariada, no abre bien, a la larga se estropea del todo, le digo que me consta pero que no es necesario que suba, que de verdad que no, y ella frunce el ceño, y ladea la cabeza, no me entiende, se encoge de hombros, pero por qué? Subo y punto, y yo hago el amago de acercarme a ella, mis manos se explican antes que mi boca, no, no subas, no hace falta, créeme, la lechuga está en la bolsa azul, me dice, y avanza hacia la puerta.

Y entonces me despierto. Gritando ese No, que tanto había repetido antes. Que no, vuelvo a gritar. El corazón me late en la garganta, sudor frío y desazón. Desazón por no atreverme todavía. No ser capaz de decírselo. Porque creo que ella todavía no lo sabe. Porque ella no se da cuenta. Que está muerta.