Iba a llegar muy tarde. Eso le pasa por quedarse despierta hasta tan tarde, pero entre unas cosas y otras siempre acaba metiéndose en la cama a las tantas. El pitidito insistente que había oído como de lejos mientras sobrevolaba, dejándose llevar por el viento, unos fiordos noruegos, era el despertador. Ella es una persona muy puntual. A veces en exceso. Tiende a llegar antes de la hora marcada. Pero últimamente está llegando tarde a todas partes. No se lo explica. Bueno sí. Todo tiene su explicación. Y hoy otra vez. Sin ella no pueden empezar, así que no es tan trágico. Lo que sí va a ser trágico es que si se para a ponerse lo que tiene que llevar, entonces sí que no llega ni con retraso, simplemente no llega. Un pantalón vaquero y una camisa blanca dan el pego. O no?. Los zapatos pasan bien. Lo peor va a ser el pelo. Ni corto, ni largo, ni todo lo contrario. Pues una colita de caballo y todos contentos. Y si me dicen algo, invento. Que a estas alturas puedo escribir un libro. No le hace falta hacer deporte, ella practica activamente jogging todas las mañanas para alcanzar el autobús. Porque esa es otra. Tiene que pasar a darle los Buenos Días a Panta de paso hacia la parada, porque después no quiere rollos de si no pasaste y no te vi y no me quieres. Ella lo que quiere es volver a llegar puntual a los sitios. Bueno y a Panta. Claro. Se habían conocido en un perímetro. A él le habían ordenado marcarlo y ella lo había tenido que atravesar de parte a parte. Además ella empujaba la silla tan complicada de aquel chico que se comunica con parpadeos, que ya le había avisado de que por allí no iban a poder pasar, pero ella le entendió mal. Y allí estaba Panta. Él se había encargado de empujar entonces la silla, de parte a parte, en un santiamén, razzfazz, con ella a paso ligero detrás. Ella se lo había agradecido en el alma, y le había preguntado su nombre. Él se lo había dicho: Pantaleón. Ella era la primera vez que oía ese nombre. Es que mi madre es de allí, había anotado él. De allí de dónde, le había preguntado ella. Y se habían reído. San Pantaleón das Viñas. Ella sigue manteniendo que después él hizo por coincidir. Él asegura que él sólo cumplía órdenes. De su corazón. Bueno, no te pongas estupenda que sólo te falta eso ahora. Y así están desde entonces. El problema es el asunto del coro. Que ella es la única con la formación musical suficiente como para dirigirlo. Hasta ahí todo bien. Lo que le falta ahora a ella es el puñetero certificado que lo acredita. Y el ministerio todavía no se ha pronunciado, como dice el Padre Céspedes. Y ella se desespera tras una sonrisa paciente. Como si fuera tan complicado pronunciarse. Vamos a ver. Porque en cuanto tenga el pronunciamiento hecho certificado, ya es libre de hacer lo que quiera con su vida. Con su vida y la de Panta. Que a fin de cuentas viene a ser la misma. Bueno, si te vas a poner así vete sacando los kleenex. Y cuidado con la escalera que sólo te falta un esguince. Y cuando ya esté todo listo, se lo dice a sus padres. Ya oye a su madre, ya te lo dije, ves?, ya te lo dije, ya te dije que eso no era para ti,pero como nunca me escuchas. Su padre se va a llevar muy bien con Panta. Después lo cuelgo todo. Y adiós muy buenas. Yo no lo veo, si lo pudiese ver malo, por eso no lo puedo ver, pero él a mí sí. Creo. Porque ahora está en Labores de Seguimiento y es invisible. Bueno, yo levanto la mano a la altura del número 5 de esta calle y saludo al viento como hace la reina de Dinamarca, que es, a mi modo de ver, la que mejor saluda desde los balcones. Y ahora mis tabla de running matutino. „Quién fuera bolsillo derecho trasero de tu pantalón! Buenos Días mi sol“. Ay Panta, que me pongo colorada.
Miren Urabayen aguantó la puerta del autobús hasta que la chica que corría para alcanzarlo lo logró. Se lo agradeció con una preciosa sonrisa, mientras se llevaba la mano al pecho, tratando de volver a respirar con normalidad. Se sentaron una frente a otra. Miren la observó en silencio, la chica sonreía a unos mensajes que recibía en su teléfono móvil, hasta le pareció que se ponía colorada al tiempo que se tapaba la boca, como hacen aquellos que no dan crédito. Lleva el pelo en una cola de caballo, de la que se desprende algún mechón, que ella siempre intenta meter detrás de la oreja sin conseguirlo, atenta a su móvil. Pantalón vaquero, blusa blanca. Pocas paradas después, al incorporarse para bajar, un brusco volantazo hace que se le caiga la bolsa que porta y tenga que apoyarse en Miren para no caer también ella. Le pide mil disculpas. Miren la ayuda a recoger las cosas que se han caido de la bolsa. Un rosario, un misal, un alzacuellos blanco. La chica se lo agradece regalándole de nuevo su bonita sonrisa, antes de abandonar el autobús. A Miren Urabayen le vinieron a la cabeza los Reyes Magos. De repente. Y que siempre se había preguntado qué era la mirra, y a qué olía. El oro no tenía olor. Lo que sí conocía era el olor del incienso. Y a eso olía ahora. A incienso. Si alguna vez tenía un hijo, le llamaría Baltasar.