Silvita no se lo podía creer. Un sitio en la ventana. Normalmente eran las mayores las que los copaban, echando a los más pequeños a un lado, como si fueran simples insectos, o eso le parecía a Silvita, que no se caracterizaba ni por su altura ni por su corpulencia, ella era más bien menuda, de hecho, el peto del uniforme le bailaba, por más que le hubieran metido a los lados ya dos veces. Pero eso a Silvita no le importaba. Ella sólo aspiraba a sentarse en un asiento de ventana en el autobús del colegio. Y por fin el día había llegado. En el lado derecho, en el que, a la vuelta, siempre se veían más cosas, porque su ruta era la Ruta2, y esa ruta era la del Centro. Y todo pasaba en el Centro. O eso es lo que le había oído decir a su madre, y que por eso vivían allí, y no a las afueras, en una de esas urbanizaciones nuevas que estaban haciendo. Ellos no eran de campo. Ellos eran de Centro. Silvita no había entendido lo que su madre había querido decir, porque a ella le gustaban los pájaros, y las flores, y los caballos, pero también el Centro. Y sentarse en los asientos de las ventanas de los coches. En el coche de casa nunca lo conseguía, porque siempre iba por el medio, metida a presión entre dos de sus hermanos. Ella hacía el número cuatro. De un total de cinco. Tinito aún no sabía hablar, tampoco andar, sólo lloraba, comía y dormía. Él era el número cinco. Valentín. Tinito. Se lo había puesto ella. Porque cuando llegó era más pequeño que su muñeca preferida, que se llamaba Tina. De ahí Tinito. Hoy hace sol. Hay mucha gente por la calle, los comercios están abiertos y los escaparates lucen sus mejores galas, también hay mucho tráfico, y el autobús avanza muy pocos metros antes de tener que pararse siempre en medio de un concierto de bocinas apremiantes. Silvita se fija en el escaparate de una joyería, que, a la luz de la tarde, parecía el lugar en el que alguien hubiera escondido un tesoro. Oro, diamantes y perlas, milimétricamente colocados en perfecta sintonía. Cuando haga la Comunión su madrina le regalará una cadenita de oro, como a sus hermanas antes de ella. Pero para para eso aún falta. Se aleja la cueva del tesoro, y ella aún tiene la vista prendida en su luz dorada. Entonces le ve. Justo delante de ella, entre dos coches, con aquella presencia que le hacía único entre todos los hombres. Su padre. Y antes de que ella pueda siquiera golpear con los nudillos la ventana para llamar su atención, él mira hacia donde ella está y su rostro, hasta ese momento sonriente y tranquilo, se transforma en una mueca entre la sorpresa y la estupefacción, que la hace reír y saludarle con la mano hasta que poco a poco su figura se aleja a medida que el autobús avanza entre el tráfico. Silvita todavía sonríe. Es lo que tiene ir sentada en la ventana. Pueden pasar cosas extraordinarias, como descubrir cuevas con tesoros o ver a su padre, a quien podía pasar días sin ver. Por lo mucho que tenía que trabajar. Según les decía su madre. Lo que sucedió después, Silvita lo guardaría en su cabeza como el episodio más feliz de su infancia, y, de haber podido, lo hubiera enmarcado, para poder revivirlo cuando le viniese en gana. El autobús se detuvo de nuevo, entre bocinas y exabruptos, y por la puerta de delante entró su padre, llamándola, como si ella fuera la única pasajera del vehículo, avanzando por el pasillo con los brazos abiertos y su mejor sonrisa, como si viniese a salvarla de un peligro inminente. La cogió en brazos como si de una pluma se tratase, y abandonó con ella y su cartera el autobús, sin pararse a mirar las reacciones de había causado con ese gesto. Qué alegría, Silvita, haberte visto hoy por casualidad, le dijo achuchándola contra si, riendo, con aquella risa suya, capaz de hacer cesar la lluvia o parar el mundo, ven, vamos a merendar rico. Y aquel gigante con gabardina la cogió de la mano, y se fueron a merendar rico, chocolate con churros, después compraron piruletas de muchos colores y por último encargaron dos pollos asados con patatas en un lugar muy lleno de gente, que a ella le pareció inmenso, y que olía deliciosamente a cebolla y pan recién hecho. En el taxi, sentada en su regazo, apoyó los brazos en el borde de la ventanilla, y la frente contra el cristal observando el rápido pasar de las luces ante ella. El culmen para aquella tarde de ensueño. La cena casi pareció Navidad, y esa noche soñó que volaba entre nubes cargadas de anillos diamantes.
Anillos que se parecían al que, desde esa tarde, lucía Adelaida Contreras López en el dedo anular de su mano derecha, y que brillaba a la luz cada vez que pulsaba a velocidad de vértigo las teclas de la máquina de escribir en su puesto de trabajo como secretaria de dirección, ya recuperada del apuro. Todo se pudiera haber ido al traste, de no haber sido por la rapidez de reflejos de él. Al final, nada que no pudieran arreglar un chocolate con churros y dos pollos asados.