Eberhardt Finke no tenía prisa. Los viernes eran un día tonto, siempre lo había pensado, pero desde que trabajaba en el ayuntamiento se había reafirmado en la opinión. Su departamento sólo atendía al público de nueve a once y media, y después, según organigrama, debería haber reuniones de equipo y clasificación de documentos en el archivo. Pero eso sólo estaba escrito en el organigrama. En realidad, la mayoría se iba ya según el reloj marcaba las once y media, y, los que se quedaban, ocupaban el tiempo en todo menos en el trabajo de oficina. Él pertenecía a esta minoría. Hoy se había entretenido buscando en Amazon cinta de embalar, y había acabado mirando los videos en Youtube que grababa una pareja encantadora de norteamericanos que vivía en una isla. No se acordaba cuál. Pero era una isla, y eso para él ya había sido motivo suficiente para mirarlos. Después había bajado al parking, y emprendido el camino a casa. Escogió la ruta que bordeaba el río, no por el río en sí, que ya lo tenía muy visto, sino porque así no daba tanta vuelta. No había mucho tráfico, y había parado de llover, nada parecía anteponerse entre él y su casa. Poco antes de alcanzar el penúltimo semáforo antes de la salida hacia su pueblo, las luces de unos coches de policía estacionados en medio de la calzada le hicieron reducir la velocidad. Se había formado un pequeño atasco, debido, al parecer, a la presencia de piedras de gran tamaño esparcidas por los dos carriles, seguramente caídas desde algún vehículo que no pudo distinguir. Sin pensarlo dos veces, puso el intermitente hacia la derecha y cogió un desvío, a una carretera que, supuso, le llevaría a un punto posterior al atasco. Nunca la había cogido antes, pero pensó que, como todas las carreteras secundarias paralelas al río, desembocaría en algún lugar cercano a la estación de cercanías. A los pocos metros, sin embargo, un cartel le avisó de que, de querer continuar por esa ruta, tenía que desviarse hacia un camino a la izquierda, y Eberhardt así hizo. El nuevo camino era más empinado y estrecho que el anterior, además de tener peor pavimento, pero no le dio importancia, ya estaba acostumbrado a bregar con carreteras con baches. A medida que iba ascendiendo, se dio cuenta de que, incluso allí, había casas. Ninguna de nueva construcción, alguna de ellas, pensó, ya había visto pasar dos siglos por sus piedras, casas pensadas para albergar una familia a lo largo de varias generaciones, con varias buhardillas, tejados a dos aguas y travesaños de madera en sus muros, a cada cual más grande, circundadas de muros de hiedra y piedra. El camino continuaba ascendiendo, a cada tramo con más inclinación y sinuosas curvas cerradas. Tras una curva en la que hubo de cambiar rápidamente de marcha, para que no se le calara el motor ante la inclinación de la calzada, Eberhardt llegó a la conclusión de que allí era prácticamente imposible vivir sin coche. Tener que escalar todos los días semejante pendiente, y no quería pensar en los días de nevada, cuando el pavimento se cubre de hielo; a lo mejor la gente de esa zona utilizaba skies para desplazarse montaña abajo, se aventuró a pensar, porque otra forma de bajar semejantes pendientes heladas no había. Con lo mal que se le daba a él el patinaje sobre hielo, acabaría comprándose un Bob o algo así, deporte curioso el Bob, un poco angustioso la verdad, atravesar un túnel helado atrapado en un cajón a cien por hora, y si aún fueras solo, pero son dos, o cuatro, llegado el caso sería cuestión de preguntar a los vecinos si querían participar, bueno ya, pero para abajo muy bien, pero después habría que subir el Bob y eso tiene que pesar un mundo, aunque tenía entendido que eran de un fibra muy ligera, entre dos podían subirlo sin problema, y tú cómo vienes al trabajo Eberhardt? Pues en Bob, respondería él tan ancho. No pudo evitar reírse. Ahora, más arriba, ya no había tantas casas, pero las que había eran solemnes, altas y oscuras, rodeadas de muros infranqueables y con interminables tramos de escaleras hasta la puerta principal, apenas visible desde la carretera. La típica casa en la que se podría cometer un crimen y nadie lo descubriría jamás, pensó, o a lo mejor las habitaban criminales de guerra, como había escuchado una vez comentar a alguien, se encogió de hombros, lo que sí era criminal era vivir allí. O no. Según iba avanzando el camino se iba haciendo más plano, y a los lados de la vía se abrían pequeños prados bordeados por vallas de madera, en uno de ellos pastaban caballos en lo que parecía el jardín de la casa de Blancanieves y los Siete Enanitos, por los colores pastel y las contras con tallas de corazones. Para vivir en un sitio así hay que tener un buen perro, un mastín, por ejemplo, imaginó, los mastines son tan grandes como tranquilos, apenas ladran y si lo hacen es sólo una vez, mejor dos mastines, y trabajar desde casa, haciendo la compra on-line, dedicando el tiempo libre a reparar por fin la moto con sidecar de su tío Olaf. Olaf. A ver porqué no le pusieron a él Olaf, con lo que había querido él a su tío Olaf, pues no, le pusieron Eberhardt, en honor de un tipo, en una foto, hermano de alguien, que nadie había conocido nunca, pero su padre se empeñó,y así se quedó. Ahora ya no iba a cambiarlo. Con la burocracia que eso conlleva. Miró despistado hacia su izquierda y casi frenó en seco del susto. Desde una altura de vértigo, el río era una mínima mancha y los coches parecían microscópicos insectos de colores. Miró entonces a su alrededor. Definitivamente se había perdido. Hacía mucho tiempo que no se perdía. La última vez había sido en Bonn. Nadie se pierde en Bonn. Pues él sí. En fin. Eberhardt, céntrate. En eso se fijó en que, tras él, había otro coche, un Mini azul cobalto, del que ahora se apeaba un hombre joven y se acercaba al suyo, Eberhardt bajó la ventanilla.
- Yo te seguí porque pensaba que sabías el camino, pero ya vi que no…así que llamé a mi madre y me ha dicho que hay que seguir este camino hasta una casa gris con tallas de búhos y ahí girar a la derecha…después ya llegamos abajo otra vez…- Explicó mientras dibujaba un mapa en el aire, Eberhardt asintió y le agradeció su ayuda. Después continuó camino. Efectivamente al poco llegó hasta una casa blanca, con tallas de búhos en las contras de las ventanas, y tomó el camino de la derecha. Bajar es más sencillo que subir, menos cuando se trata de desescalar montañas, en ese caso lo importante es llevar buen calzado, él no era de escalar así que ese problema no iba a tenerlo nunca, respiró hondo y rio, las cosas que se le ocurren cuando se relaja. Sin más complicaciones alcanzó la estación de cercanías, y tuvo la suerte de que el paso a nivel estaba abierto. Lo cruzó acelerando. No se fiaba de los pasos a nivel. El chico del Mini se despidió de él con un golpe de bocina, y él le respondió con otro, después continuó hacia el puente para dirigirse por fin a su casa. Había que cruzarlo a veinte por hora, ya que estaba en mal estado y no era conveniente atravesarlo a gran velocidad. A la persona que se le había ocurrido esa idea, después se le había quedado la cabeza vacía. Como la suya ahora mismo. Sólo había una cosa. Un mastín ladra poco.