A mi me dejaron ir sentada delante. Mi madre y mi abuela, con mi hermana pequeña en el medio, se sentaron en el asiento de atrás. Mi abuela me había dado unas onzas de chocolate justo antes de que nos subiéramos, porque era lo único que evitaba que yo, invariablemente, vomitase nada más un vehículo a motor y con ruedas en el que yo viajase, se pusiese en movimiento. Con mi hermana daba igual. Con onzas o sin onzas, ella vomitaría igual, así que la sentaron entre las dos llevando cada una de ellas un cargamento de bolsas de plástico y toallas, para mantener el estropicio bajo control. El taxi nos lo había encargado Mucha, la madre de Úrsula, para que nos llevara hasta donde se iba a celebrar su Comunión. Un lugar que, según me pareció entender entonces, estaba muy lejos. El taxista era un hombre moreno, que se llamaba Juan, y que, para amenizar el viaje, metió en el radiocassette del coche una cinta con los Grandes Éxitos de Camilo Sesto, que dio lo mejor de si durante todo el trayecto, que yo recuerdo eterno, lleno de curvas y arrasado por la lluvia.Jamás,Jamás. Eso mismo digo yo, oí decir a mi abuela, pero no supe porqué, supuse que se refería a mi hermana y sus intentos por no vomitar más.
No me acuerdo de cómo llegamos, ni cuándo, pero no llovía. Mi madre me cambió la ropa que traía por un vestido bonito, con bordado de abeja en el pecho.Y zapatos negros de charol.
El vestido de Úrsula tenía una falda en forma de campana. Le habían recogido su melena trigueña con una hebilla de lazos azules, y ella daba vueltas sobre si misma , y en su girar, la campana subía y bajaba. Yo también giré. Porque todo lo que hacía Úrsula, también lo hacía yo. Y abrimos los brazos. Y nos reímos. Hasta que nos mandaron parar, porque os váis a caer y se os están viendo los bragas. Y nosotras paramos.
De la ceremonia no guardo ni un recuerdo. Sólo que mi hermana se quedó dormida.
Después fuimos a comer a un sitio que a mí me pareció de dimensiones olímpicas, con mesas largas llenas de gente y mucho ruido. En algún momento, un acalorado camarero que portaba cientos de platos sobre sus brazos, colocó uno ante mi sobre la mesa. Un plato rebosante de comida humeante. Una oda a la caldeirada. Le debí preguntar a mi madre, sentada junto a mí, que qué se suponía que tenía que hacer yo con aquello. Yo. A la que ella misma decía que parecía un Batussi, por lo delgada y alta que ya era. Ella, que todavía fumaba, me miró por entre el humo que inundaba el ambiente y lanzó una mirada apremiante a mi plato. Come, que es rape. Y yo no entendí qué tenía que ver el rape con mis ganas de comer. Pero supongo que comí. Porque era rape.
Lo siguiente que recuerdo es que Úrsula y yo, ya en la casa de sus abuelos, por algún motivo, nos separamos del resto de la gente que la abarrotaba, y nos metimos en una habitación en la que alguien había guardado los regalos. Yo le había regalado un caballete para pintar, y pinturas. Fuimos abriendo otros. Pañuelitos bordados con su nombre y la fecha, dos álbumes de fotos de piel, un marco de plata. Y entonces lo vimos.
Un regalo de grandes proporciones, en anchura y en altura, envuelto en papel rosa y adornado con una desproporcionada lazada en tul rojo. Úrsula y yo, nos miramos, y sin dudar un instante comenzamos a romper el papel y tirar de la lazada, para ver qué contenía. Una reproducción exacta de una townhouse de cuatro plantas más buhardilla, en rosa chicle y gris perla, con toldos a rayas combinadas, y banderitas de purpurina rosa a lo largo de los aleros. La Casa de la Barbie. Recuerdo que ambas contuvimos la respiración con la emoción, entonces Úrsula, casi sin atreverse, accionó el mecanismo que la abría. Y se abrió. Cuatro pisos, más buhardilla, por cada parte. Tres habitaciones por piso, amuebladas con todo lujo de detalle y con armarios repleto de trajes. Una Barbie y un Ken habitaban cada una de ellas, en el salón tres de cada tomaban un refrigerio, procedente de una cocina equipada a la última. Dos parejas más estaban sentadas en el coche, aparcado en el garaje. Úrsula y yo no fuimos capaces de mover un músculo, ni de mirarnos, ni hablar, sólo podíamos admirar con la boca abierta aquella profusión de purpurina, Barbies, Kens y floripondios que se erguía como un gigante ante nosotras. Aquello superó a Úrsula y comenzó a llamar a su madre como si alguien hubiera decidido de repente matarla a achazos.
-Mamáaaa!! Mamáaaa!!! Mamáaaaa!!- Sólo paró cuando Mucha, su madre, apareció apuradísima después de haber tenido que descubrir de dónde provenían los gritos, en una casa tan grande y tomada por una multitud de parientes. Llegó arreglándose el peinado y el cinturón de su camisero beig.
-Ay por Dios Úrsuliña! Qué pasó!?- Acertó a preguntar, antes de quedarse clavada ante el coloso rosa chicle y llevarse la mano al pecho tras dar un amago de grito ahogado. Por unos instantes se paró el tiempo, y las tres nos lo quedamos mirando parpadeantes, casi imnotizadas. Fue Mucha la que rompió el ensalmo.
-Deodato!! Deodatooo!! Deodatoooo!!!- Mucha gritaba el nombre de su marido como quien está a punto de ser devorada por un tiburón, Úrsula y yo dimos un saltito con el susto.
Deodato llegó casi enseguida, y entró en el cuarto, alto y elegante, luciendo un Tamburini gris perla e irradiando simpatía con su eterna y tranquila sonrisa, que se congeló a la vista del coloso. Ahora éramos cuatro los que nos vimos dominados por su presencia. De nuevo Mucha rompió el embrujo.
-Deodato…qué es esto!?
-La Casa de la la Barbie, Muchiña…
-Ya…y con eso qué quieres decirme?
-Pero qué es lo que pasa…?
-Qué hacemos nosotros con una cosa así?
-Nosotros?
-Bueno….tu ya me entiendes…es que… qué se hace con esto?
-Y qué quieres que yo haga?…
-No nos cabe en el coche…no creo que quepa en el coche de nadie…esto es terrible….
-Le puedo preguntar a mi hermano René…
-Lo qué…si la quiere?
-No mujer…si nos presta una camioneta de las suyas…
-Pues mira que mandar ahora a René a por una camioneta….
-Y qué quieres?….otra cosa…no sé…
-Y dónde está René?
-Eso ya….
-Pues vamos, venga..Ay por DiosquédisgustomásgrandeVirgenSantísma…René!!- Y los padres de Úrsula abandonaron precipitadamente la estancia llamando al tal René.
Nosotras nos quedamos unos instantes contemplando el coloso y a sus silenciosos y acicalados habitantes.
-Podemos ir a los columpios
-Vale
Úrsula y yo miramos ya a una amistad de más de cuarenta y cinco años. Jamás jugamos con aquella casa, ni volvimos a hablar de ella. Úrsula no sabe ni dónde puede estar.
Cuando todo acabó, aquella misma tarde regresamos a casa con el mismo taxista. Mi hermana volvió a vomitar. Esta vez nos amenizó el viaje Juan Pardo. No me hables, No me hables. Eso digo yo, concluyó mi abuela. Y volvió a llover.