Uwe Triebke supo, al verla, que aquella casa tenía que ser suya. Y si no esa, una exactamente igual. Tal como estaba en la foto. Incluso la mujer que aparecía en la terraza, con un caftán de flores rojas y un pañuelo anudado a la cabeza, con una copa en la mano, se daba un aire a su Ilse. La terraza de la foto se abría a un valle gigantesco, y hasta eso podía ser posible. Compró la revista, y, nada más acabar los trámites que tenía que hacer aquella mañana, se fue directo a hablar con Norbert Grüber, el arquitecto que había construido la casa del juez Paulsen, y que era la envidia de toda la magistratura. Grüber le recibió, hojeó la revista, escuchó los planes y le dijo que no era posible. Uwe Triebke le aseguró que a él el dinero no le faltaba, y que era buen pagador, pero Grüber no se refería al dinero, sino a otras cosas, que le explicó con ayuda de un cartabón y una regla sobre un mapa de la zona, que extendió sobre una mesa. Uwe Triebke escuchó lo que Grüber le explicó, entendió todas y cada una de sus excusas, le agradeció que le hubiera recibido, y se marchó sin creer una sola de las palabras que el arquitecto le había dicho. Aquella casa tenía que ser suya. Sin más dilación, se dirigió al domicilio de su amigo Gottfried Landle, que era constructor. La familia Landle estaba en ese momento disfrutando del café con bizcocho de la tarde, y le ofreció un trozo, además de una taza, pero Uwe no tenía tenía tiempo para bizcochos con café, y así se lo hizo saber a los Landle, quienes no supieron qué decir. Gottfried Landle dejó su café sin terminar, y se fue con Triebke para que le explicase cuál era su problema. En el coche de éste, subieron por el camino que llevaba a las colinas, sin asfaltar, estrecho, plagado de curvas ciegas, infinidad de baches y sumamente empinado. Triebke conducía tan rápido, que Landle llegó a pensar que ,en realidad ,iban en auxilio de alguien que se encontrara en peligro de muerte, allí, en aquellas colinas en medio de ninguna parte. Cuando parecía que iban a adentrarse en el monte cerrado en el que finalizaba el camino, Triebke paró el vehículo a un lado. Landle se arrepintió en seguida de no haber llevado una chaqueta, ya que corría un viento helador; mientras pensaba esto, miró a su alrededor, para contemplar las vistas, único motivo por el que los excursionistas subían hasta allá arriba, él mismo hacía años que no lo hacía. Triebke se adentró en uno de los campos a uno de los lados del camino, cuando llegó al centro extendió los brazos dando un grito, y a la pregunta de Landle de si le pasaba algo, respondió que aquel era el punto exacto donde quería tener su casa, para que la terraza se abriese a las vistas y que le encargaba a él la construcción. Landle se acercó al punto donde se encontraba Triebke, y miró en derredor. Y Landle pensó rápido. Porque él era un hombre que pensaba muy rápido, no sin motivo había llevado una vez un premio extraordinario en el colegio por su velocidad a hacer cuentas complejas mentalmente y recibido de regalo un mecano, y pensó en metros cuadrados y cúbicos, en que el perímetro es la suma de los lados, en que el área es la base por la altura, en que un poliedro es la región del espacio limitada por polígonos, en desbrozadoras y grúas, en camiones y piedras, muchas piedras y cemento, mucho cemento, y en dientes, en los dientes de su hija Anja, en lo que le había dicho el dentista que le costaría ponérselos en línea para que no pareciese un conejo, y en aquellas casitas en Mallorca que su mujer y él habían visto en un catálogo, y en dónde habría ido a parar el dichoso mecano, y tras pasarse una mano por el rostro, él también sonrió y le dijo a Triebke que él era su hombre. Y un apretón de manos zanjó el trato. Lo primero fue hacer carretera de aquel camino de monte, para lo cual Triebke habló con quien tuvo que hablar y pagó lo que tuvo que pagar, y el camino se convirtió en carretera, imposible por lo inclinada y las curvas, pero asfaltada, y eso era lo importante. Después llegó darle forma a un sueño, ahora ya no solo de Uwe Triebke, sino también de su mujer Ilse, quien se aseguró de que su nueva casa fuese una copia exacta de la de la revista. Amplios ventanales, tejado irregular a diferentes alturas, un salón que ocupaba la mayor parte de la planta principal, sin una sola bombilla, ya que, como era sabido, en Hollywood no se usaban bobillas, sólo lámparas de pie, una cocina minúscula, porque a Ilse nunca le había gustado cocinar y para algo eran socios de un Club de Tenis con estrella Michelín, una habitación principal en suite casi tan grande como el salón, y dos angostos cuartos más,  por si todavía tenían otro hijo,si bien Ilse, entonces, no lo había decidido todavía. Pero lo que más imponía de la faraónica obra era la terraza, en cerámica de gres azul, a la que se salía desde todos los ventanales de la planta principal, y se extendía a lo largo de lo que aproximadamente equivaldría una pista de aterrizaje de un aeropuerto modesto, con balaustrada de madera y hierro fundido imitando ramas de árboles floridos. El día que la inauguraron, Ilse estrenó un vaporoso vestido de lunares verdes, tras haber buscado sin éxito uno con flores rojas, y se recogió el cabello con un pañuelo a juego, luego se situó en uno de los extremos de la terraza tratando de que no se la llevasen las ráfagas de viento, al tiempo que sostenía una copa con Aperol, y Uwe le hizo una foto desde el otro extremo, que después enmarcó y decoró su mesa de despacho durante años. Ilse, con gesto de constricción, aferrada con una mano a la balaustrada, el vestido y el pañuelo al viento, ofreciendo con la otra una copa a la cámara. Aquella fue una de las pocas ocasiones, en las que pudieron usar la terraza, ya que tanto en verano como invierno era barrida incesantemente por el viento, además, contra todo pronóstico, en los dos años siguientes Isle trajo tres hijos al mundo, que se unieron al que ya tenían, y los dos cuartos angostos resultaron inútiles, lo mismo que la imposibilidad de colocar bombilla alguna o que dos personas estuvieran al mismo tiempo en la cocina sin resultar multitud, a lo que hubo que añadir la incomunicación  que sufrieron con las nevadas tras las cuales la casa, prácticamente, pasaba a ser una colina más del paisaje. Ilse y Uwe Triebke acabaron por mudarse con sus hijos a una casa en el centro del pueblo, sin terraza, pero con un balcón, jardín y dos baños con bañera. Con el tiempo se fueron construyendo más casas en las colinas, y la villa de los Triebke quedó en el medio, como un mamotreto anacrónico, más parecido a un decorado de una película que a una casa real. Sólo para la foto.

McKenna Flanagan se sentó en el sillón más cómodo del salón, a esperar que comenzase la celebración, ya había invitados que pululaban por la casa charlando y riendo, pero ella, si bien a sus setenta y cinco años se encontraba ágil y en forma, había preferido hacerse con un sillón y guardar fuerzas. Recorrió entonces con la mirada las fotos que decoraban la pared, y tuvo que ponerse las gafas que ahora siempre llevaba colgadas de su cuello para cerciorarse de que lo que veía era lo que creía ver, se incorporó y se acercó para confirmar lo que suponía: aún existía la dichosa foto. Barry casi se le había puesto de rodillas, necesitaba que posase para él aquella última vez, y ella no había podido decirle que no, como siempre había sido y siempre sería, si bien ya estaba fuera de cuentas para dar a luz y lo único que podía ponerse eran pareos informes. Y allá se habían ido, al medio de la nada en un valle lejos de la ciudad, a lo que iba a ser el decorado de una película, una villa con una terraza inmensa sobre la que caía el sol a tal plomo que ella se había tenido que poner un pañuelo en la cabeza. Barry la había dejado entonces sola con René, su asistente, que era un encanto y que tenía un miedo horrible  a que ella justo rompiese aguas en aquel ignoto lugar, y él se había ido a algún lugar al otro extremo del valle para hacer la foto desde allí, porque así lo querían los productores, y como entonces no había móviles ni nada por el estilo, les había hecho señales de luz con un espejo, y ella entonces, cuan ballena, se había situado junto a la barandilla con una copa de agua helada, y posado por última vez antes de dejar las pasarelas para siempre. Después, Barry los había recogido de nuevo, y cuando estaban de camino de vuelta, los temores de René se habían hecho ciertos, y ella había roto aguas. Barnaby Michael Flanagan había nacido doce horas después, hacía hoy exactamente cincuenta años, la foto de los tres con el bebé, más pequeña, estaba colgada al lado, McKenna sonrió y la acarició, hoy sólo aquel bebé y ella estarían allí para celebrarlo. Volvió a mirar la foto de la terraza, y suspiró, más tarde se había enterado de que aquel decorado había sido desechado y derribado poco después. Al parecer siempre hacía demasiado viento.