Perro y Rivera le habían sacado casi a rastras del cuadrilátero, le habían cubierto con una manta y abandonado con él el lugar. No recordaba cómo había llegado al hotel, todo se confundía en su cabeza en una vorágine de imágenes de gente, focos, gritos, y empujones. Rivera quiso meterle en la ducha, pero Perro se lo impidió, antes tenía que venir el médico y los inspectores, no quería más problemas de los que ya tenían, él los escuchaba sin saber a qué se referían. O tal vez sí. Aún tenía puestos los guantes, con restos de la sangre y el sudor de Gabor. Se metió uno de los cordones en la boca rota, pero Perro le apartó la cabeza de un manotazo lento, deja coño, eso sólo te lo quita un juez. Rivera le sentó en el borde de la cama y le cubrió con un albornoz. Déjame que le corte los pómulos, parece un Santo Cristo, cagoendiós Rivera no me toques los cojones, ahí vienen.
Y la habitación se llenó de gente desconocida, hablando a gritos. Él seguía sin saber el porqué de tanto nerviosismo, o quizás sí. No estaba seguro. Sólo estaba sumamente cansado. De repente. Como si le hubieran cargado dos sacos de cemento sobre la espalda. Una voz de mujer le hizo entreabrir los ojos, o ya los tenía abiertos, no la entiende, estaba arrodillada ante él con una lamparita en la mano, le hablaba con calma y articulando bien las palabras en un idioma que en un principio no reconoció. Primero el ojo derecho, luego el izquierdo, le oscultó el corazón, alguien le pasó una jeringuilla, y ella le explicó algo al tiempo que le mostraba el artilugio y unas cánulas de muestras, él no sabía qué tenía que decir, buscó a Perro en la pequeña multitud que atestaba la habitación, pero no le encontró, la mujer le pinchó en la flexura del brazo derecho, un liquido rojo llenó las cánulas de muestras, entraba casi a presión a través de la jeringuilla, no es rojo, es casi granate, pensó, y se dio cuenta entonces de que era su sangre y le entraron nauseas. No era la primera vez que veía sangre. Y tampoco la suya. Pero la habitación con todas las personas que estaban en ella comenzó a dar vueltas sin control ante él. Y se hizo la oscuridad.
Durmió días. O a lo mejor sólo fueron horas. Nunca lo supo con exactitud. Cuando se despertó ya no estaba en el hotel, la habitación, en oscura penumbra, parecía de hotel pero no lo era, olía distinto y no tenía televisión. Le habían puesto un pijama azul cielo de raso con botones nacarados, se incorporó en la cama y se sentó en el borde, todavía sin saber dónde estaba, alguien había dejado unas zapatillas de casa a juego con el pijama junto a la mesilla de noche, de madera oscura y brillante. Se miró las manos, tiritas blancas decoraban sus nudillos abultados, se las llevó al rostro y se palpó los pómulos, también con curas al igual que sus cejas, supuso la hinchazón ya que apenas podía abrir bien los ojos. Se puso las zapatillas y se levantó de la cama, midiendo sus pasos se dirigió a la ventana. Las cortinas eran marrones, de una tela suave, descorrió una y la claridad le atizó en los ojos, teniendo que apartarlos un instante, cuando volvió a mirar vislumbró un paisaje nevado. No se podía distinguir entre el cielo y la tierra, de vez en cuando emergían lo que parecían muretes de piedra en la blanca inmensidad, sobre la que seguía cayendo nieve en pesadas cortinas.
Se estaba preguntando en qué lugar de Canadá podía estar, cuando alguien llamó a la puerta. Hubo de carraspear para recuperar su voz e invitar a la persona a entrar.
El hombre era alto y vestía un traje caro, si algo le había enseñado su madre era a distinguir entre los trajes baratos y los que no lo eran, si pudiera acariciar la tela podría llegar a decir de quién era la factura. El hombre con el traje caro traía un maletín en la mano, venía solo y cerró la puerta despacio tras si, tenía el pelo castaño claro algo largo pero correctamente peinado, enmarcando un rostro serio y de facciones perfectas, por un momento le recordó a una escultura que Rivera y él habían visto una vez en un museo, no se acordaba cual. El hombre se acercó a él ofreciéndole la mano.
- Buenos Días Fausto, mi nombre es Hermes Landas- Le estrechó la mano sin demasiada fuerza al observar las tiritas, tenía los ojos de un color que no supo identificar pero que le hicieron recordar el paisaje helado que había observado hacía un momento. Posó su maletín sobre una mesa auxiliar, y sacó un par de papeles, invitándole a tomar asiento, él se sentó de nuevo en el borde de la cama. Landas descorrió una de las cortinas y ocupó una silla junto a la mesa.- Puedes recordar algo de lo que ha pasado?- Su voz correspondía con su aspecto, e infundía tranquilidad. Fausto se encogió de hombros y miró fugazmente hacia la ventana.
- Yo vine aquí para el combate contra Gabor Iliescu, recuerdo que sonó el tercer round y…en realidad poco más..yo- Obvió decirle que recordaba ver desplomarse a Gabor a sus pies salpicándole las botas con la sangre que le salía a borbotones por la boca, no sabía si era verdad o una de las pesadillas que había tenido. Landas asintió y leyó algo en los papeles.
- Siento comunicarte que Gabor, el señor Iliescu, falleció antes de llegar al hospital. Según el informe preliminar, debido a una hemorragia interna masiva con la que tú, lo creas o no, no tienes nada que ver- Informó con aquella voz bien modulada y tranquila, él sintió como su estómago se retorcía y hubo de encogerse sobre si mismo, al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza y cerraba los ojos. Landas le observó en silencio, luego se incorporó y acercó la silla un poco más a él.- Había sido operado de una úlcera hace tres meses, nunca debió subirse a ese ring. Sé que no te ayuda, pero, no tienes que sentirte culpable- Indicó, él se incorporó lentamente y le miró sin saber realmente lo que sentía, le pareció distinguir por un instante un cambio en la expresión del rostro de Landas, pero tan fugaz que lo achacó a su confusión.- Tienes dos opciones, la primera es tomarte un tiempo de reposo y por qué no de duelo, en el que te repones para después volver al ring ,la segunda es a titulo personal y la puedes aceptar o no, es encargarte de mi seguridad y la de mi futura esposa, bajo condiciones negociables y hechas a medida.
- Se refiere usted a ser su guardaespaldas?- Se lo preguntó más a si mismo que a su interlocutor, sin ser consciente de no haberlo dicho para si. Landas asintió con la cabeza y sin darle tiempo a contestar se incorporó y se dirigió a la mesa auxiliar a devolver los papeles a su maletín.
- No tienes que contestarme ahora, he hablado con Rilley, Magnus Rilley, el promotor, esta es su casa por cierto, y está dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias con la federación para que te compensen económicamente. Y lo harán, créeme. Así que, por el momento, no tendrás problemas de liquidez. Te dejo aquí mi tarjeta y mis números personales. Tú decides- Se acercó a la ventana, se había levantado una ventisca y los copos formaban tupidos remolinos, negó con la cabeza y se mesó el cabello antes de volverse ofreciéndole de nuevo su mano, él se incorporó y se la estrechó, esta vez con fuerza, y Landas se dispuso a abandonar el cuarto.
- Señor Landas…yo- Comenzó inseguro, Landas se volvió ya casi en la puerta.
- Llámame Hermes, por favor, el Señor Landas murió hace mucho tiempo- Acotó sin acritud, él miró fugazmente al techo, como buscando allí el valor que necesitaba y luego enfrentó la mirada de Landas.
- Yo…soy gay- Y sintió un alivio extraño y nuevo, como si hubiera retenido la respiración durante demasiado tiempo y pudiera volver a sentir aire invadiendo sus pulmones, Landas no se inmutó.
- Eres libre de ser lo que quieras Fausto, descansa y estamos en contacto- Y sin más, se dirigió a la puerta y abandonó la habitación.
Él fue lentamente hacia la ventana y observó los copos en la ventisca, respiró hondo y ensayó un conato de sonrisa en su boca rota, al tiempo que apoyaba la frente contra el cristal. La nieve. Tan blanca. El frío. Y la nieve. La nieve.
(…)