Yo vivo con un rinoceronte. No todo el mundo puede escribir esta frase en presente. La mayoría habría utilizado un verbo en pasado, o, para constatar la lejana posibilidad de que ese hecho pueda ocurrir en alguna ocasión, algunos utilizarían incluso el subjuntivo. Ellos hubieran o hubiesen vivido con un rinoceronte si se diera o diese al caso tener que hacerlo.
Mi rinoceronte se mueve lentamente, como lo hacen los boxeadores noqueados. Y piensa. O eso parece. Antes de hablar. Ya que mi rinoceronte habla. Él articula a su modo todas las palabras de la frase juntas, y luego yo me encargo de separarlas. Sus afirmaciones son preguntas, y sus preguntas afirmaciones, lo que hace que nuestras conversaciones sean una suerte de crucigrama dialéctico.
Vivir con un rinoceronte no es fácil. Ello conlleva no sólo dificultades con el espacio, sino también con la higiene. Hasta poco después de mi llegada, no tuvo consciencia de que la pileta del fregadero hubiera de vaciarse regularmente al tiempo que se lavaran los instrumentos propios de la cocina, así como le llevé a descubrir que una persona de estatura media y peso normal precisa de un espacio mínimo de veinte por veinte centímetros de la superficie de una mesa de proporciones adecuadas al tamaño de su cocina para poder depositar sobre el citado espacio los utensilios precisos para ingerir alimentos. La superficie restante queda libre de ser utilizada por cualquier otro miembro de la comunidad con la que se conviva. Este último punto se le resiste todavía. Pero trabaja en ello.
Las ventajas de vivir con un rinoceronte se reducen a una: su fuerza facilita en ocasiones mi compra semanal y la posterior vuelta con las bolsas.
Con todo, podría decirse que soy una persona con suerte, habida cuenta de que llegaré a ser el primer ser humano que haya convivido con un rinoceronte y viva para contarlo.