Mi vestido era de organdí azul cielo. En un principio iba a llevar un lazo gris perla en la cintura,con una voluminosa lazada detrás, pero mamá acabó cediendo a mi idea de que con la lazada iba a parecer una niña con moño-coca y un vestido largo, así que el lazo gris perla se quedó, pero sin lazada. No recuerdo de qué color eran los zapatos. Pero no eran blancos. De blanco sólo puede ir tu hermana. Tenían hebilla. De eso sí me acuerdo.

El vestido de mi hermana parecía como de una de esas damas de los grabados de la Edad Media, con cola y el cuello subía en un capuchón blanco muy tieso bajo el que emergía la cabeza de Consuelo, con un moño alto y tirante que, a mi modo de ver, le achinaba la expresión. Pero yo no dije nada. El que sí había dicho algo había sido mi hermano José Enrique. Según él, había sido un acierto no celebrar la boda en la capilla de los Padres Capuchinos, ya que así no confundiríamos a Consuelo con uno de ellos llegado el momento. Consuelo se había puesto a llorar. Y mamá había reprendido a mi hermano. Papá se había limitado a quitarle importancia. José Enrique se había reído. Yo también. Porque todo lo que había dicho o hecho hasta entonces mi hermano, siempre me había hecho gracia.

El vestido de mamá era azul cobalto, de una tela tan tiesa que no le permitía casi moverse, coronado por una mantilla española negra clavada tras una especie de tupé „Arriba España“ y su inseparable collar de perlas, que se arreglaba incesantemente, como siempre que estaba nerviosa.

Una vez Consuelo estuviera vestida, el tío Nemesio nos llevaría a mamá, José Enrique, la tía Carmela y a mí en el coche hasta la iglesia, papá se quedaría con Consuelo hasta el momento de hacer su aparición estelar, como había dicho mi abuela. Cuando nos íbamos, mamá me envió a buscar a José Enrique a su cuarto, pero no estaba allí. Habrá ido ya a pie, dictaminó papá. Por los nervios, dilucidó mamá.

Cuando llegamos, Hipólito, el novio, ya estaba allí, saludando a los invitados que iban llegando. Mamá me susurró que con él podría hacerse una guitarra, y me acuerdo que me reí.

En el bullicio de los saludos en la escalinata de la iglesia, mamá me preguntó si no me acordaba de Conrado, y él me dio dos besos. Conrado era el mejor amigo de Hipólito. Habían ido juntos a estudiar ingeniería a Madrid, y yo le recordaba de verle a veces con Hipólito, pero nunca había hablado con él. Desde la perspectiva de mis recién estrenados dieciocho años, mi futuro cuñado y sus amigos con veinticinco se movían en una órbita distinta a la mía. A Conrado le gustó mi vestido, y me puse colorada, él sonrió. En eso estábamos cuando apareció Fuensanta, cuñada de Hipólito, que estaba casada con su hermano Maximino. Había llegado sola en un taxi, llevaba en brazos a su hijo pequeño Rodrigo y de la mano al mayor, Alfonso.

-Y Maximino?- Lo preguntó nada más alcanzar el primer peldaño de la escalinata, después de haberle buscado entre los presentes, alguien se le acercó y le cogió a Rodrigo de los brazos. Nadie supo darle razón. Su suegra quiso saber por qué no habían venido juntos, y Fuensanta explicó que él había salido con la excusa de despejar un poco la cabeza y no había regresado, y que por eso ella había tenido que venir en taxi. Su suegra se había colocado bien la mantilla sobre los hombros, pero se abstuvo de decir nada, fingiendo buscar algo en la distancia.

Cuando entramos en la iglesia, nos dirigimos al que sería nuestro banco, y mamá echó otra vez de menos a José Enrique. Conrado, que seguía con nosotras, le confirmó que no estaba tras echar un vistazo rápido a los bancos ya casi totalmente ocupados. Mamá se arregló entonces el collar de perlas, a punto de perder los nervios y le buscó también con angustia en la multitud. Pues habrá vuelto a casa, supuso, buscando la voz, se habrá puesto malo o algo, y buscó sentarse. Conrado consultó el reloj, faltaba media hora para que llegase mi hermana. Mamá le miró desde el fondo de su angustia y luego me miró a mí.

-Conrado, acompaña, por favor, a la niña a casa, y mira si está allí- Y su voz casi se había quebrado en el ruego, Conrado asintió y se acercó a unos de sus amigos, al que explicó algo que no pude oir y éste le entregó las llaves de su coche. Recuerdo que yo no sabía lo que tenía que hacer, y Conrado me ofreció su brazo y salimos muy rápido de la iglesia. El coche de su amigo estaba aparcado casi enfrente, y Conrado salió disparado con él hacia nuestra casa. No hablamos nada en el trayecto, él atento al denso tráfico del sábado, yo sin atreverme a mover un músculo al verme por primera vez sola, con un hombre casi desconocido, en un habitáculo tan reducido. Tras aparcar, casi a la carrera, fuimos hasta mi casa. El lento subir del ascensor hasta nuestro piso, se nos hizo eterno, y a mí, con los nervios, se me calleron la llaves, dos veces, al intentar abrir la puerta, teniendo finalmente que hacerlo él. Consuelo y papá ya se habían marchado. Mi casa, envuelta en el desorden típico de los prolegómenos de una boda, estaba desierta. Llamamos a José Enrique, varias veces, yo fui hasta su habitación, a la cocina, y al cuarto de la plancha, donde también teníamos el botiquín, por si acaso le hubiese dado algo allí. Sin éxito. Entonces, al regresar al recibidor por el pasillo, vi a Conrado entrar en el despacho de papá, y le seguí. Tras comprobar que mi hermano tampoco estaba allí, íbamos a irnos, cuando Conrado se percató de un sobre blanco sobre la impoluta mesa de despacho de papá. No estaba dirigido a nadie. Conrado lo abrió y extrajo una hoja de papel doblada en cuatro. Su rostro se descompuso. Y después perdió el color. Buscó apoyarse un instante en la mesa, y se recompuso, tras carraspear. Yo le miraba sin entender nada. Le pregunté qué ocurría y quise saber qué ponía la carta.

-Esto no se lo puedo hacer a Hipólito- Dijo entonces, negando con la cabeza- es su día y el de Consuelo- Yo seguía sin entender nada, y me estaba comenzando a asustar, de repente a nuestro alrededor la casa se había convertido en una tumba de silencio.Conrado metió la carta otra vez en el sobre, y éste en un bolsillo interior de la chaqueta de su traje, luego se volvió hacia mi y me sujetó con suavidad los brazos.- Maripaz, esto no ha ocurrido nunca, de acuerdo?, nosotros no encontramos nada, Luis Enrique no estaba en casa. Nada. No vimos nada- Yo asentí, sin saber a qué, y él me dio un beso en la frente- Bien. Y ahora tenemos que llegar a tiempo a una boda.

No recuerdo el viaje de vuelta, pero sí que llegamos justo para ver entrar a Consuelo con papá. Entramos por un lateral, yo me coloqué junto al tío Nemesio, Conrado junto a Fuensanta, no sin antes mentirle la más bonita de sus sonrisas a mi madre al tiempo que hacía un gesto desvaído con la mano, que, de alguna forma, la tranquilizó, porque, respiró hondo sin arreglarse el collar de perlas y se concentró en ver llegar a su hija mayor al altar, donde ya la esperaba un emocionado Hipólito.

Conrado salió junto a mí en todas las fotos que se hicieron ese día, cogidos del brazo, los dos únicos rostros serios en un mar de sonrisas.

El tío Nemesio nos llevó a mamá y a mí a casa cerca de la medianoche, al entrar, mamá, automáticamente, llamó a José Enrique, pero sólo le contestó el silencio. No se arregló el collar, sólo negó con la cabeza y me pidió que cogiese dos aspirinas del botiquín. Una para ella y otra para mi. A mí no me dolía la cabeza. Simplemente no sabía cómo pensar. Ni qué.

Nos despertó el insistente timbre de la puerta a las ocho de la mañana. Papá salió a abrir, malponiéndose el batín, jurando por lo bajo contra aquel que osaba molestar a esas horas de un domingo-trasboda, yo le seguí por el pasillo, sin bata ni zapatillas. Era Fuensanta. Envuelta en un convulso llanto, vestida de cualquier manera, aferrada al brazo de su padre, quien no tenía mejor aspecto. No hizo falta que preguntásemos qué había pasado. Fuensanta lo gritó nada más entrar, cerrando los puños en lo alto, su rostro en una mueca de desesperación. Maximino se había ido con José Enrique. Recuerdo que papá y yo, por un instante fugaz, no supimos reaccionar, como si una especie de maleficio nos hubiera convertido en estatuas allí mismo, del que nos liberó un nuevo grito, esta vez de Ernesto, el padre de Fuensanta, quien se había llevado la mano al pecho.Entonces, Mamá llegó corriendo, en camisón, preguntando si era algo con José Enrique. Y todo se hundió en un pozo de llantos y gritos. Yo no grité. Ni lloré. Me alejé sin que nadie se diera cuenta, y me deslicé dentro de la habitación de mi hermano, el cuarto de un hombre soltero de veintidós años, y me acerqué al mapamundi que él había colgado de la pared junto a su escritorio, contra una placa de corcho. Durante meses había ido pinchando chinchetas azules sobre todos los lugares que él querría visitar algún día, y me había ido explicando el porqué de cada chincheta. Ahora, sin embargo, había una chincheta nueva, roja y más grande. Estaba clavada sobre Isla Margarita, ante las costas de Venezuela. Acaricié la chincheta y, sin querer, los ojos se me llenaron de lágrimas. Alguien me llamó entonces, desde algún lugar, y salí del cuarto sin ser vista.

Conrado y yo nos casamos un año después. De una boda sale otra, dicen, y a nosotros nos unió aquella. Jamás volvimos a saber ni de José Enrique ni de Maximino. Yo nunca les juzgué. Su felicidad trajo la mía y nunca pude agradecérselo.

Encontré la carta que entonces no pude leer, mientras buscaba un alfiler de corbata, en una caja. Fue por eso que viajé cincuenta y cuatro años en el tiempo. Si no me apuro vamos a llegar tarde a la boda del nieto de Fuensanta y Maximino. Yo no voy de organdí, ni llevo mantilla, sigo fiel a mi moño-coca, hoy adornado con un tocado que me compró mi hija.

Voy a convencer a Conrado de ir de viaje a Isla Margarita.

Aún conservo la chincheta.