A Musa le gustaba llegar cuando todavía no había nadie. Las extensas parcelas de cesped vacías, las piscinas con la superficie del agua intacta, algún jardinero aquí o allá, y quizás Reinhardt tomando alguna prueba de agua en las piletas de arriba. Nadie más. A aquellas horas de la mañana, todavía no parecía verano. La brisa era fresca, y la hierba estaba mojada. A veces el cielo aún era gris. El azul aparecía más tarde. Llegaba en bicicleta, el trayecto desde su casa hasta la piscina era sólo de media hora, si encontraba los semáforos a su favor, se reducía a quince minutos.
Nadar le había salvado la vida, y después había hecho de eso su trabajo. Era socorrista diplomado y trabajaba para el Ayuntamiento en las piscinas municipales. En invierno en la cubierta del centro, en verano rotaba entre las tres al aire libre. Hoy le tocaba la que colindaba con el zoo, la más grande de todas.
Rike empezaba hoy más tarde, si no habrían venido juntos. Como todo lo que hacían. Él la llamaba Amor, así, con mayúsculas, ella a él Musi. Se habían conocido mientras ambos preparaban las pruebas de acceso para las plazas de socorrista, y no se habían vuelto a separar. Habían aprobado a la primera y conseguido plaza al mismo tiempo. La suerte pasa a veces una vez en la vida, y a su modo de ver, esto justo le había ocurrido a él al conocer a Rike. Ella le había confesado que, en lo que primero en que se había fijado en él, era en su nariz, aerodinámicamente curva, en perfecta conjunción con su rostro, él se había fijado en su pelo, rubio y liso, que temblaba cuando ella caminaba, y en su sonrisa, la luz de sus días. Cuando le decía eso, ella reía, y aún le parecía que la quería más. Omi, la abuela de Rike, cuando iban de visita le pasaba siempre un billete a escondidas, para que le compres algo a tu tesoro, le decía, y le guiñaba un ojo, y él le daba un beso. Los padres le presentaban ya como su yerno. Si la suerte era un tren, él lo había cogido a tiempo.
Al llegar, consultó en el panel de turnos dónde debía empezar su día. Normalmente rotaban los servicios, de forma que aquellos que atendían la piscina infantil en el primer turno, después atendían la de adultos, y viceversa, y un tercer grupo atendía la venta de helados,para después ocuparse de las piscinas.
Él primero se ocuparía de la piscina infantil, con Klaus. Después, hacia el mediodía, de la venta de helados, con Rike. Era sábado, así que iba a tener muchas cosas a las que atender. Pero él se lo tomaba con calma, la mejor manera de abordar las cosas. La piscina infantil no estuvo muy visitada aquella mañana, cuatro bebés y dos niños pequeños con manguitos, acompañados todos de sus madres. A las doce, sin embargo, con la llegada de la primera horda de bañistas, se llenó, teniendo que llamar a una compañera, para cubrir las necesidades por completo. Sin más incidencias que recordar a un par de padres que estaba prohibido saltar desde el borde, a la una se dirigió a vender helados.
Eran cinco. El cabecilla caminaba unos pasos por delante del resto, dejando claro su posición dentro del grupo. Llevaba un bañador de flores chillonas, el pelo negro y abundante engominado, aún para venir a la piscina, pulcramente peinado con raya al lado, camina con los brazos ligeramente separados del cuerpo, para parecer más ancho de lo que ya es. Diga lo que diga, el grupo le ríe la gracia, piropean a las chicas al pasar, en su idioma, ellas no les entienden, y ellos se ríen, se empujan en juegos, aún siendo hombres adultos. Llegan al mostrador de venta de helados y esperan su turno, el cabecilla, siempre delante. Musa repartía distraido el dinero suelto de la venta anterior en el cajetín de la caja registradora, al alzar la vista, le descubrió ante él. Y regresó. Regresó al encargo de su madre. Llena las tres garrafas de agua, y lleva a Ibrahim contigo. Pero Ibrahim no quiere ir con él. Está ayudando a su padre a arreglar la moto. La dichosa moto. Ve tú, nosotros vamos después. Antes de salir del patio, aún llega a escuchar el arranque de la moto. Ibrahim y su padre ríen. La dichosa moto. En la fuente de abajo hay demasiada gente, así que va a la de arriba. Sube el cerro corriendo. Ya no le cuesta. Primero escucha las ráfagas de ametralladora. Después los morteros. Y los gritos. Aquellos gritos. Él se tira al suelo, tras el muro de la fuente. El suelo tiembla, y el aire se llena de humo y arena. Él se hace un ovillo. Después el silencio. Órdenes y gritos. Ruegos por piedad. Se atreve a asormarse desde su escondite. Han reunido a los supervivientes ante una de las casas. Distingue a su padre y a Ibrahim entre ellos. Piedad. Gritos. Los hombres armados comandados por uno que porta un enorme revolver, apuntan con los rifles, y a la orden del hombre del revolver disparan en ráfagas. Las personas frente al muro caen abatidas casi a la vez. El pelotón grita victorioso. El hombre del revolver, se acerca a los recién fusilados y los remata de un tiro en la cabeza. Luego se vuelve hacia el pelotón y, levantando el revolver en el aire, grita alentándolos, riendo y jaleando su acción, mostrando su perfecta dentadura, sus ojos brillando al sol.
Los mismos ojos, y la misma sonrisa, que Musa ahora tenía ante si.
Incapaz de moverse, parpadeó lento, como queriendo borrar la imagen, sin conseguirlo, el otro se volvió a medias hacia el grupo que le acompañaba y comentó algo, y el grupo se rio, luego volvió a Musa y le dijo algo en su idioma. El idioma que él creía que ambos compartían, pero Musa no reaccionó,incapaz de apartar su mirada de la de él. El grupo volvió a reir y el cabecilla tintineó las monedas contra el mostrador, repitiendo la frase que ya había dicho antes. Pero Musa decididió no entenderle. Y se encogió de hombros, negando con la cabeza, y dirigiéndose a él en la lengua que ahora era suya. El otro le señaló entonces los helados que quería en el tablón de muestrario, y él se los entregó, el vuelto se lo dejó sobre el mostrador. No les dedicó ni una despedida. Les observó alejarse y perderse en la multitud que ya se había hecho con el recinto, aún incapaz de moverse. Musi. Musi. Tierra llamado a Musi. La voz de Rike junto a él, le devolvió al presente, como al sonámbulo al que se despierta de repente. Rike. Amor. Dónde estabas?le preguna ella.Y ríe. Él la quiso imitar, pero no pudo. Sólo logró toser. Manfred te necesita en la grande de abajo, ya me quedo yo aquí, después Mara nos invita a su grill y ya vamos desde aquí….Musa asintió sin saber muy bien a qué. Le acarició la cabeza y le dio un beso en la frente antes de irse. Rike. Luz de sus días.
Los localizó nada más llegar a la piscina grande de la parte de abajo del recinto. Jugaban a empujarse unos a otros en el borde de la parte profunda. Unos se empujaban a otros y, aquel que alcanzara el borde, ha de evitar caer al agua. Musa se sentó en su silla alta de vigilante, sin perderles de vista. El cabecilla era el que más empujaba, pero él mismo nunca alcanzaba el borde. Musa le observó desembarazarse de los abrazos que buscan tirarle al agua, su miedo maquillado de carcajadas, la violencia innecesaria de sus manos, las patadas para liberarse si alguno llegara a lograr acercarle al borde. No sabe nadar. La conclusión le llegó justo en el momento en el que dos de los hombres del grupo, lograron, gracias a una llave parecida a las usadas en lucha libre, arrojar al cabecilla y a los otros tres al agua. Musa les vio desaparecer bajo la superficie. Su corazón iba tan rápido que podía sentirlo en la garganta. Cuando el agua volvió a la calma, primero emergió uno, después un segundo. Y el agua permaneció inmóvil. Musa saltó entonces de su silla, y de tres zancadas, alcanzó el borde de la piscina, desde donde se lanzó de cabeza. Le alcanzó a medio camino hacia el fondo, y rodeándole con un brazo por la parte alta del pecho, le izó hacia la superficie. Manfred le ayudó a sacarle del agua, y Musa le puso de lado. Y sin más, se fue corriendo. Atravesó la distancia entre la pileta en la que se encontraban, y las puertas de acceso salvando escaleras y gente, como si no pesara. Sin oir nada. Ni a nadie. Y abandonó el recinto. Sin parar de correr. Descalzo. Empapado. Y cogió velocidad. Y abrió los brazos en cruz al viento y abrió los ojos contra el sol. Y por un momento voló. Y pudo por fin respirar hondo. Y distinguir el color del sol. Descubrir el azul del cielo y alegrarse por los latidos de su corazón. Y escuchó una voz. Llamándole. Tratando de alcanzarle. Y Musa dejó de volar. Y cuando ella le alcanzó, la abrazó como si fuese la primera vez en mucho tiempo. Y se enredó en su pelo. En su abrazo. Musi. Dónde ibas, Musi?. Y él rio. Como si lo hiciera por primera vez en mucho tiempo. Y ella también. La luz de sus días.