A Ofelia Reymúndez le gustaban las cigüeñas. Las observaba planear contra el cielo azul, y luego posarse grácilmente sobre lo que habían sido las eras, a rebuscar en la maleza materiales con los que construir sus nidos. Ofelia caminaba despacio, atenta a dónde ponía los pies sobre la nueva acera que bordeaba la Nacional. Hasta hacia poco había que caminar por el borde raso, para llegar hasta la parada del autobús, ahora protegida por una marquesina con dos asientos metálicos debajo. Ella aún se acordaba cuando el autobús hacía su ruta, y si alguien se quería subir le hacía una señal al conductor con la mano para que se detuviese. Daba igual dónde. Una tercera cigüeña se posó en las eras del fondo. Las que habían sido de su familia. Las del fondo. De trigo, maiz y remolacha. Las más fértiles y más grandes. Además de las tierras, habían tenido rebaños de ovejas, una buena yegüada y colmenares de miel. Densa y dulce. La mejor. Y de un día para otro se habían quedado sin nada. Sus tierras colindaban con las de los Baldomeros, a los que llamaban así porque era el nombre que recibían todos los varones de la familia, y que poseían el mayor número de tierras y cabezas de ganado de la zona. Nada se hacía sin ellos. Para lo bueno y para lo malo. Mientras había vivido el BaldomeroViejo, las relaciones entre los vecinos habían sido buenas, pero cuando éste murió, el BaldomeroChico había hecho uso de su amistades y, de la noche a la mañana, con artimañas caciquiles, se había hecho con las tierras de los Reymúndez. Dio igual que su padre acudiera a la autoridad, que tratara de salvar al menos la casa. Pero fue inútil. Tuvo que malvender las yegüas y las ovejas, ya que nadie quería vérselas con los Baldomeros. Tuvieron que dejar la casona en la que habían nacido generaciones de Reymúndez, y buscar otra, más pequeña, a dos pueblos de distancia. Lo único que había podido salvar su padre, había sido una camioneta, y con ella comenzó a buscarse la vida como transportista, para traer algo de pan a casa. Su madre, desde el momento en que la situación había comenzado a complicarse, había tenido que guardar cama, aquejada de una especie de agotamiento envuelto en tristeza, que, en menos de un año, le costó la vida. Su hermano mayor, Román, que estaba estudiando comercio en la capital, había tenido que dejarlo y ponerse a trabajar, primero de dependiente en una papelería, después de conductor de tranvías, para por último aceptar la invitación de su tío Leopoldo, y emigrar a Canadá. Su otro hermano, Paulo, que se había quedado con el padre para continuar con la labor, hubo de empezar a trabajar primero de jornalero al mejor postor y después ayudando a su padre con los transportes, cuando a éste comenzaron a fallarle las fuerzas. Después se asoció con otro que también tenía una camioneta, y fundaron una empresa de mudanzas. Ella, la más pequeña,con sólo dieciséis años, había cuidado a su madre hasta su muerte, y después se había tenido que poner a servir. Había servido en distintas casas, en varios pueblos, hasta que llegó a la casa de Doña Mercedes Esplugas, la mejor modista de la provincia. Doña Mercedes había notado enseguida su interés por la costura, y le permitió ser aprendiz de costurera. Allí había conocido a su marido, Tomás, un viajante de hilos. Con el tiempo, aquella aprendiz, se especializó en vestidos de novia. Durante décadas, había hecho los vestidos a todas las novias que se quisieran preciar como tal en la provincia. Ofelia Novias. Después su hijo había recogido el testigo. A ver porqué siendo hombre no puedo hacer trajes de novia, vamos a ver. Y ella no había tenido nada en contra. Ahora lo llevaban todo entre él y su nieto. Ella, en casos especiales, remata algún velo. Su nieto la quería convencer para dar “Clases Maestras”, las llamó. Pero ella, a sus ochenta y seis años no estaba ni para clases ni para maestras. Ella se contentaba con caminar cada mañana desde su casa hasta la marquesina, y tomar el autobús hasta el pueblo para hacer cualquier recado, nunca había podido parar quieta, y no iba a empezar ahora. Se sentó en uno de los asientos metálicos, y se arregló un poco el pelo, blanco y bien marcado, ya que el viento se lo había revuelto un poco, recorrió con su mirada azabache y despierta el horizonte de tierras baldías ante si, y suspiró.

Se percató de su presencia porque su asiento vibró cuando la otra se sentó en el contiguo. La miró un instante, era lo que Doña Mercedes habría dado en llamar “Un árbol de Navidad”. Llevaba el pelo teñido de rubio en una permanente ungida en laca y la cara pintada como una puerta, el conjunto dos piezas de pantalón y chaqueta que vestía eran verde agua con flores en beig, adornaba el escote con varias cadenas de oro, el mismo que lucía en cada uno de sus dedos y en las pulseras que tintineaban en sus muñecas al tratar de acomodar el bolso en el regazo, los zapatos, de tacón, iban a juego con las flores del estampado.

-Pues al final no ha llovido- Comentó la recién llegada, arreglándose las cadenas de oro con las puntas de los dedos, púlcramente manicurados en rojo. Ofelia, que había vuelto a perder su mirada en el horizonte de tierras baldías, se encogió de hombros como respuesta, la otra alzó levemente sus cejas, un tímido hilo rosado maquillado sobre sus párpados en azul, el mismo color de sus ojos, perlados de arrugas, que el arreglo ya impedía cubrir.- Yo he venido a arreglar todo eso…las tierras…sabe?….para qué quiero yo esa mierda ahora?…..pero hoy no he podido hacer nada, vuelvo al pueblo y me quedo en el hotelito que hay y mañana será otro día…- Ofelia miró hacia el fondo de la carretera por la que se acercaba un coche, el primero desde que ella se había sentado.

-Ya- Contestó, sin mostrar demasiado interés en trabar conversación.

-Mañana me viene a buscar mi hija, y ya ella me lleva de vuelta después de los trámites….hoy no podía…si no no tomaba el autobús, hace años que no me siento en uno..fíjese…

-Ya..

-Me voy a deshacer de todo…..nunca me interesó lo más mínimo, y ahora menos…yo el campo por la tele…..porque otra cosa…usted vive aquí?- Ofelia, que contemplaba de nuevo el vuelo de las cigüeñas sobre las eras del fondo no pudo contestarle, porque justo en ese momento llegó el autobús. “El árbol de Navidad” se sentó justo detrás del conductor. Ofelia en el último asiento.

A la mañana siguiente, Ofelia Reymúndez se levantó temprano, como todas las mañanas de su vida, y, después de desayunar, bajó al sótano de su casa. Lo que iba a buscar estaba en un arcón de madera al fondo, lo abrió y sacó de dentro una escopeta de caza. Si a algo le había enseñado su padre era a cazar. Era una experta cazadora, con todos los permisos en regla, aunque hacía ya mucho tiempo que no salía de montería. Abrió el arma y la cargó con dos cartuchos. Después buscó en una de las estanterías una bolsa de deporte grande, que había pertenecido a uno de sus hijos, y metió la escopeta en ella.

Luego, con la bolsa en la mano, caminó despacio, atenta a dónde ponía los pies sobre la nueva acera que bordeaba la Nacional, hasta llegar a cerca de la marquesina del autobús. “El árbol de Navidad” ya había ocupado su asiento. Ofelia abrió la bolsa de deporte y sacó la escopeta. Con paso seguro, se acercó a la marquesina, se situó frente a su única ocupante y antes de que ésta pudiese siquiera reaccionar, le descerrajó un tiro en el pecho que la mató en el acto. Ofelia recogió el cartucho y se lo metió en el bolsillo. Sin brindarle ni una mirada, metió la escopeta dentro de la bolsa de deporte ,y, con ella en la mano, regresó a su casa. Ya allí, bajó a sótano, guardó la escopeta en el arcón y devolvió la bolsa de deporte a la estantería. Cuando regresó al piso superior, coincidió en el recibidor con Tomás, su marido, que regresaba de pasear al perro.

-Ah! Tú aquí?…No vas hoy al pueblo?- Preguntó Tomás mientras colgaba la cadena del perro del mueble ropero, Ofelia entró en la cocina y se dispuso a preparar café.

-No, me decidí por otra cosa.

El lunes 22 de mayo de 1950, Ofelia acompañó a su padre y a sus hermanos al ayuntamiento del pueblo. Ese día, el BaldomeroChico iba a ultimar los trámites de la expropiación forzosa de las tierras de los Reymúndez, más un paripé que otra cosa, ya que éstos ya las habían tenido que abandonar hacía meses y los Baldomeros las trabajaban ya como suyas. BaldomeroChico iba acompañado de su hija, Adoración, una chica de recién cumplidos dieciocho años, enfundada en un vestido de piqué azul, alzada en unos zapatos de tacón del mismo color y con el pelo rubio pulcramente peinado en un “ArribaEspaña” engalanado con una hebilla de plata y azabache. El padre de Ofelia, aún se acercó al BaldomeroChico a rogarle que recapacitase sobre lo que había hecho, pero éste se desentendió de él de malos modos, amenazándole con llamar a la autoridad si seguía molestándole, el padre entonces, a sabiendas de que lo haría, quiso abandonar el ayuntamiento, pero Ofelia no. Ofelia se encaró a Adoración.

-No tenéis ni una gota de sangre en el corazón!- Le espetó, alzando la voz en el recibidor del Ayuntamiento, su hermano Roman la agarró de un brazo, pero ella se soltó.- Secos por dentro, estáis! Secos!- Adoración la miró entonces de arriba a abajo, alzando con desdén una de sus perfiladas cejas y sonrió irónica.

-A palabras necias, oídos sordos….niña, cómo se nota que no tienes escuela…- Deslizó clavando el ella su ladina mirada azul. Ofelia, entonces, no supo más de si, e intentó saltarle encima, pero Román alcanzó a sujetarla, mientras ella se revolvía y gritaba que la soltase, ella quería agarrarla por el “ArribaEspaña” y destrozárselo a tirones mientras le arañaba la cara, eso era lo que ella quería, pero Román fue más fuerte que ella y logró imperdirselo. Adoración, ya del brazo de su padre, quien se secaba el sudor con un pañuelo, sin saber muy bien qué hacer, se reía de la escena y animó a su padre a abandonar el edificio. Pero antes, hubo de volverse al último llamado de Ofelia, todavía sujeta por su hermano.

-Adoración de Baldomero, si te vuelvo a ver…te mato.

Y eso, exactamente, es lo que había hecho.