Egon Mertens se despertó a las cinco y media de la mañana. Lo hizo antes de que sonara el despertador. Como todos los días. Alguna vez se había planteado prescindir de la alarma, pero nunca se había decidido a hacerlo. Si algo era Egon Mertens era una persona prevenida, y nunca podía saberse si el sueño, alguna vez, podría ser más profundo, el cansancio mayor, despertarse entonces tarde y llegar con retraso a las citas del día. Lo primero que hacía era darse una ducha corta, después se afeitaba y se vestía con la ropa que dejaba ya preparada la noche anterior. Por último, se ponía sus gafas de pasta y encendía el calentador del agua para prepararse el té del desayuno. Él pertenecía a la minoría de gente que tomaba té en lugar de café por las mañanas. Té con dos rebanadas de pan de centeno con mantequilla. Sentado a la mesa de su cocina, mientras observaba el lento comenzar del día por la ventana. No leía el periódico, eso correspondía a su rutina del mediodía. Tras dar cuenta del frugal desayuno, iba a su habitación de trabajo, y metía dentro de su maletín de cuero los materiales que había buscado para sus clases del día. Abrigo loden azul,chal de lana y gorra en invierno, gabardina beig y chal ligero con la llegada del buen tiempo. Aquella mañana fue la primera en la que se puso la gabardina, el día anterior ya le había sobrado el abrigo.
Egon Mertens vivía en el centro histórico, en una maisonette dentro de un edificio recuperado con mimo, y se movía en bicicleta por las estrechas y entrincadas calles de la ciudad, universitaria y medieval, sin tener que pensar el camino. Podría haberse comprado una casa con jardín en alguno de los pueblos colindantes, pero él siempre había vivido en el centro,ya en su época de estudiante, y era un lujo del que no había querido desprenderse.
El trayecto desde su casa hasta la facultad en bicicleta era de apenas veinte minutos, a pie apenas media hora. Egon Mertens era catedrático de Linguística en la Facultad de Germanística. Sólo tenía que dar tres clases a la semana, repartidas en lunes, miércoles y viernes, a primera hora, así después tenía tiempo para dedicarse a otras cosas. Esas otras cosas eran sus diez doctorandos, con sus correspondientes trabajos, sus publicaciones a cerca de la materia de la que era experto, y sus lecturas. Además de las reuniones semanales de departamento, en las que quienes más tenían que decir eran sus tres asistentes, tres antiguos doctorandos, ya orgullosos poseedores del título de Doctor, y que hacían sus pinitos en el claustro.
Su despacho se abría al jardín interior de la facultad, le gustaba abrir las ventanas de par en par cuando llegaba por las mañanas para dejar entrar el frescor a la estancia, atestada de libros y papeles, pero ordenada y limpia. Después buscaba los materiales y se dirigía a dar su clase de Lingüística Aplicada al Discurso.
A las once y media solía ir a comer a un restaurante cercano, con un menú del día variado además de abundante y precios económicos, acompañado de sus tres asistentes y algún otro colega, pero eso variaba según los horarios de cada uno. Tras dar buena cuenta de la comida, se permitía un espresso en una cafetería mínima aledaña al restaurante y regresaba a su despacho, donde leía el periódico y repasaba algún trabajo de doctorado.
Regresaba a casa alrededor de las cuatro de la tarde, de camino solía comprar verdura para la cena y pan. Nunca había tenido televisión, así que el tiempo entre la cena y la hora de irse a dormir lo ocupaba leyendo mientras escuchaba música, últimamente Dire Straits, de fondo, sin abusar del volumen.
A la mañana siguiente, el timbre del telefonillo le sorprendió mientras archivaba unos recibos de la luz. No solía recibir visitas, así que pensó que sería alguien para su única vecina, una señora ya anciana que ocupaba el primer piso. Su sorpresa fue mayor cuando el cartero le comunicó que tenía un sobre certificado con acuse de recibo para él, normalmente los envíos los recibía en la facultad.
Era un sobre marrón acolchado, con sus señas mecanografiadas en una perfecta pegatina, y que carecía de remitente.
La abrió en el salón, ya que allí se encontraba su único abrecartas.
„ Estimado Sr Mertens,
Con la presente adjunto la misiva que, según órdenes expresas de mi cliente, le debe ser entregada en mano. En caso de que tuviera alguna pregunta al respecto, estoy a su entera disposición.
Atentamente,
Dr. Jürgen Allekotte. Notario.“
„Querido Egon,
Cuando leas estas líneas yo ya estaré muerta. Lo he querido así, siempre he sido muy discreta. Mi nombre es Anna María Müller, y aunque ahora te estés esforzando por acordarte de mi, he de tranquilizarte, es inútil que lo intentes. No te lo tengo en cuenta, no tengas cuidado.
La mejor forma de explicar algo complicado es comenzar por el principio. Y así lo haré.
Siempre fui muy buena estudiante, así que después de culminar mis estudios universitarios como la mejor de mi promoción, se me ofreció una plaza de doctorado. La invitación para las Jornadas Internacionales llegó al departamento en primavera, y mi catedrático me incluyó en el grupo de gente que las visitaría aquel verano. Recuerdo que me hizo mucha ilusión que me tuviera en cuenta, ya que yo acababa de llegar y todavía no había encontrado mi sitio. También me hizo ilusión porque sería la primera vez que viajaría a Francia, las Jornadas Internacionales tenían lugar en Saint Jean de Pied de Port. El viaje hasta allí fue eterno, ya que el departamento sólo nos pagaba los gastos si lo hacíamos en tren. Pero descubrir Saint Jean de Pied de Port lo compensó todo.
Te conocí al segundo día, nos juntamos varios grupos a la hora de comer y tú te sentaste a mi lado. Comenzamos a charlar y ya no nos volvimos a separar. Nuestro romance duró lo que las Jornadas Internacionales. Nuestra despedida no fue dramática, ya que, pensábamos, en algún momento nos volveríamos a ver.
Poco después descubrí que estaba embarazada. Casi al mismo tiempo, conocí al que después se convirtió en mi marido, y que, desde el primer momento se hizo cargo de aquel bebé como si fuera suyo, antes y después de nacer.
Nunca, hasta ahora, sentí la necesidad de contártelo. Soy consciente de que el tiempo que me queda es breve,y no quería irme sin que lo supieras.
En una de sus últimas visitas, aquel bebé, que hoy es todo un hombre, me contó que le entusiasmaban tus clases, a las que asistía con verdadero interés ya que consideraba que sabías explicar muy bien. Él no sabe nada de esta historia, y va a continuar sin saberla. No te diré su nombre, ni qué asignaturas cursa, tampoco su dirección o teléfono. Como único dato, te confiaré que es igual a tí.
Mi despedida no será dramática, no sé si en algún momento nos volveremos a ver.
Pero ya considero que puedo afrontar el tiempo que me queda en paz, sin asuntos pendientes.
Recibe un abrazo,
Anna María“
Egon Mertens se dejó caer en uno de los sillones de su salón, aún aferrado a la carta que acababa de leer. Por primera vez, notó que su mente estaba en blanco. Como si alguien hubiese abierto un grifo y todo lo que hubiese tenido contenido en ella se hubiera desparramado a la nada. Tampoco era capaz de pensar. Probó a respirar hondo. Y de eso sí que fue capaz. Con el ímpetu de aquel que emerge del agua después de haber estado sumergido demasiado tiempo. Luego miró a su alrededor, casi descubriendo su salón. Por último acertó a toser.
Imposible. Aquello era imposible. Había oído de estudiantes que se dedicaban a gastar bromas de mal gusto a los profesores, y ésta debía ser una de ellas. Inconcebible. Entonces cayó en la carta del notario. Era una carta con membrete, en el que se podía leer con claridad una dirección y un número de teléfono.
Sin pensarlo más, alcanzó el teléfono inalámbrico y marcó los dígitos.
La secretaria del Dr. Allekotte atendió amablemente su llamada, y le pasó inmediatamente con el notario. El Dr. Jürgen Allekotte escuchó atentamente lo que Egon Mertens le explicó, y con suma calma le dijo que ya había estado esperando su llamada, también comprendía su inquietud y dudas. Pero Anna María Müller había sido su cliente, lamentablemente, como ya era sabido, había fallecido, y él podía dar Fe de que todo lo escrito en la misiva de la Sra. Müller era cierto. No le estaba permitido dar más datos a cerca de su cliente, a petición de ella, sólo confirmar a quién quiera que lo pidiese, que aquella información era verdadera y que Anna María Müller, alguna vez, había existido.
Se habían despedido todo lo cortés que se puede ser en semejantes situaciones, y Egon Mertens volvió a sentarse en su sillón, a tratar de ordenar todo lo que , de pronto, había venido a ocupar su cabeza, sin orden ni concierto.
Saint Jean de Pied de Port. Si bien podía presumir de conocer prácticamente cada rincón de Francia, no tenía un recuerdo claro de esa ciudad. Tratar de acordarse de de qué Jornadas Internacionales se había tratado, tampoco ayudó. Podía contar ya casi por miles los congresos, encuentros, jornadas, charlas, cursos, cursillos, workshops, debates y mesas redondas a los que había asistido durante toda su vida académica. Si había algo que Egon Mertens había heredado de su madre, había sido su costumbre de pegar las fotos en álbumes y escribir al pie la historia que había detrás de cada instantánea. Cuatro baldas de las estanterías que cubrían su sala de trabajo estaban dedicadas a álbumes. Numerados y por fecha. Recorrió con el dedo los lomos hasta llegar a las fechas que podían coincidir, pero entonces se dio cuenta de que faltaban tres años. Maldijo para si. Antes de mudarse a la vivienda en la que residía, había ocupado otra más pequeña a dos calles. Por falta de espacio se había visto obligado almacenar muchas cosas en el sótano, y éste se había inundado una Navidad por culpa de la rotura de una cañería. Había tenido que tirar todas sus cosas, convertidas en una masa informe y pestilente, a la basura. Poco después se había comprado la maisonette. Por si acaso revisó los albumes inmediatamente anteriores y posteriores. Cracovia, Budapest, Roma, Novosibirsk. Ni ratro de Saint Jean Pied de Port. De pronto le entró sed. Una sed como nunca la había sentido en su vida. Hubo de beber tres vasos de agua. Después se sentó a la mesa de la cocina. A tratar de hilar un pensamiento.
Apagó la alarma del despertador media hora antes de que sonase. Apenas había podido conciliar ni diez minutos seguidos de sueño en toda la noche, y había dado vueltas en la cama, tratando de encontrar una postura cómoda. Sin éxito.
Un hijo. Él. Egon Mertens. Convencido soltero, que nunca había sentido la necesidad de buscar una compañera de vida, ni de perpetuar su apellido con hijos. Aventuras pasajeras, novias efímeras, había tenido las suficientes, ni pocas, ni muchas, para un hombre de su edad y condición física, pero con ninguna había cuajado en un proyecto común. Ni ninguna se había quedado embarazada. Anna María Müller. Si al menos se lo hubiera dicho. También es verdad que si lo hubiera hecho, su vida hubiera sido diametralmente distinta. No sabía cómo. Pero distinta.
Se demoró en la ducha un poco más de lo normal, y se vistió con lo primero sacó del armario. Bebió el té de pie, observando el lento despertar del día a través de la ventana de la cocina. No comió pan.
La brisa fresca de la mañana y el suave pedaleo por las conocidas calles le hicieron bien. Al abrir las ventanas de su despacho, reparó en los estudiantes que a tan temprana hora, embozados aún en chales algunos, portando tazas-termo otros, en grupos o solos, cruzaban el jardín de la facultad para asistir a las clases. Es igual a tí. Meneó la cabeza para apartar la idea, al menos por unos segundos, de su cabeza, y se dispuso a recoger los materiales para su clase.
Entró en AulaMagna a la hora en punto, y las gradas con bancadas y asientos con capacidad para quinientos cincuenta estudiantes se abrieron ante él, como si lo hicieran por primera vez. Quinientos cincuenta estudiantes de todos los sexos, razas, estaturas, colores y formas de vestir casi se apiñaban en las bancadas, y en las escaleras de acceso a éstas, todavía desenfundando sus ordenadores, charlando, riendo y llamándose entre si, en medio del típico barullo que reinaba antes de cada clase. Egon Mertens recorrió las bancadas con la mirada, tratando de buscar algo, sin saber muy bien cómo. Y todos los rostros le parecieron el mismo, y las voces una. Es igual a tí.
-Profesor Mertens, se encuentra usted bien?- Quien esto decía era una muchacha a su derecha, que descubrió era una de sus asistentes, y que, sonriente, le ofrecía el set de cabeza con micrófono. Él trató de sonreirle de vuelta y se dirigió al púlpito, situado sobre una tarima que ocupaba todo el ancho del aula. Recorrió de nuevo desde esa posición las bancadas, repletas de rostros que le miraban espectantes, y que poco a poco fueron guardando silencio, hasta que no se escuchó ni el más mínimo murmullo. Egon Mertens por un instante no supo lo que se suponía que tenía que decir. Hojeó distraido sus materiales y carraspeó. Luego respiró hondo y accionó el beamer, dando comienzo a la clase.
Ese día sorprendió a sus asistentes con la idea de ir a comer al comedor de estudiantes, ya que, según les dijo, había oído que los menús allí también eran muy variados y los precios imbatibles. Sus asistentes no tuvieron nada en contra. Egon Mertens buscó sitio en las mesas frente a la puerta principal de acceso, de forma que, mientras hacía que atendía a la conversación de sus colegas, podía observar tranquilamente la entrada y salida de los estudiantes. Es igual a tí. Supuso que tendría que acostumbrarse a ese nuevo eco en su cabeza, y, tras suspirar, se dispuso a dar buena cuenta del pollo al curry que había elegido como primer plato.
Nils von Kempten se despertó a las cinco y media de la mañana. Lo hizo antes de que sonara el despertador. Como todos los días. Alguna vez se había planteado prescindir de la alarma, pero nunca se había decidido a hacerlo. Si algo era Nils von Kempten era una persona prevenida, y nunca podía saberse si el sueño, alguna vez, podría ser más profundo, el cansancio mayor, despertarse entonces tarde y llegar con retraso a las citas del día. Lo primero que hacía era darse una ducha corta, después se afeitaba y se vestía con la ropa que dejaba ya preparada la noche anterior. Por último, se ponía sus gafas de pasta y encendía el calentador del agua para prepararse el té del desayuno. Él pertenecía a la minoría de gente que tomaba té en lugar de café por las mañanas. Té con dos rebanadas de pan de centeno con mantequilla. Sentado a la mesa de la cocina del piso de estudiantes que compartía con dos compañeros. No leía el periódico, eso correspondía a su rutina del mediodía. Tras dar cuenta del frugal desayuno, iba a su habitación, y metía dentro de su mochila su laptop y las carpetas que necesitaba para sus clases del día. Plumas,chal de lana y gorra en invierno, chaqueta de forro polar y chal ligero con la llegada del buen tiempo. Aquella mañana fue la primera en la que se puso la chaqueta forrada, el día anterior ya le había sobrado el plumas.
Nils von Kempten vivía en el centro histórico, y se movía en bicicleta por las estrechas y entrincadas calles de la ciudad, universitaria y medieval, sin tener que pensar el camino.
El trayecto desde su casa hasta la facultad en bicicleta era de apenas veinte minutos, a pie apenas media hora. Nils von Kempten era estudiante de Germanística. Su asignatura favorita era Lingüística Aplicada al Discurso, ya que consideraba que el Profesor Mertens la explicaba muy bien.
A las once y media solía ir a comer al comedor de estudiantes con sus compañeros, con un menú del día variado además de abundante y precios económicos, solían sentarse en las mesas de la entrada, para poder estar más localizables. Tras dar buena cuenta de la comida, solía ir a la biblioteca y dos veces por semana entrenaba en el Club de Remo.
Regresaba a casa alrededor de las siete de la tarde, de camino acostumbraba comprar algo para la cena, que solía cocinar con sus dos compañeros en agradable compañía. A veces veían alguna serie en Netflix, o jugaban unas partidas con la Xbox de uno de ellos, otras, como ese día, el tiempo entre la cena y la hora de irse a dormir lo ocupaba leyendo mientras escuchaba música, últimamente Mumford & Sons. De fondo. Sin abusar del volumen.
Llegarán a conocerse padre e hijo?
Qué intriga, ya contarás!
Besos
Mercedes
Me gustaLe gusta a 1 persona
El tiempo lo dirá… Muchas Gracias Mercedes! Un beso enorme!
Me gustaMe gusta