Edgardo Valcárzel Zapata, con z las dos, no tenía que estar allí. Pero Rudiger tenía tal gripe que se había tenido que quedar en el hotel, y habían cambiado turnos. Tercera hoja, después del allegro, dos golpes de timbal. Nada más. Connor le había dicho que podía estar con él en la cafetería de enfrente hasta justo el momento y después volver, pero él prefería estar en su puesto desde el principio. Además, desde su posición podía ver a Nieves, en la segunda fila de viento, la cuarta desde su derecha, y eso compensaba cualquier espera. Se acordó de su cajón. Porque a él lo que le gustaba era tocar era el cajón. Un par de trompetas, un bajo, y gozadera. Sólo se necesitaba eso para ser feliz en la vida, con un cajón. Eso y una cerveza helada sentado en la proa del yate de su primo en Miami. Cuando fuese tiempo le iba a comentar a Nieves. Pero ahora había que centrarse en los timbales. Tercera hoja. Tercera hoja. Entonces le vio. Todo dientes y sonrisas, y laca, mucha laca, para sujetar la pelambrera rubia. El traje lo hubiese llevado él con gusto a la boda de su tía Ivette, azul metálico con corbata lila. Su abuela hubiese dicho de él que de donde ese bajara, se encocota un mono. Y empieza a hablar en aquella lengua indescifrable para él, y el público que abarrota el teatro hasta se ríe. Se iba a preguntar de qué, cuando sucede. El hombre enlacado había estirado un brazo y señalado, al mismo tiempo que un foco de luz, a Fritz Bauer, el tercer Cuerno Inglés, y le anima a acercarse al borde del escenario. Edgardo primero mira a Nieves, que a su vez le mira a él, y luego de soslayo a Liuba a su izquierda, y ésta el perfil de Igor, dos filas por delante, a quien Edgardo busca sin atreverse siquiera a tragar saliba. Sólo alcanza a ver sus manos, sujetando tranquilas el violín en vertical sobre su regazo. Edgardo se fija en Fritz, quien pareciera haber sido elegido para ser el primer fusilado en una guerra relámpago, a tenor de su expresión. Y vuelve a Nieves. Mejor ahí.
Ian MacMillan había pasado toda la tarde buscando la dichosa balleta azul. Pero nada. Se la había tragado la tierra. O mejor dicho, algún servicio de habitaciones. La culpa había sido suya por no haberla guardado donde debía, dentro del maletín del oboe. Ralph, el segundo Flauta Travesera, le había prestado su gamuza, pero no era lo mismo. Habría tenido que comprar dos, como le había dicho Ramón, pero si una cosa era Ian MacMillan era terco. Y por terquedad había llegado hasta allí. A primer oboe de la Orquesta Sinfónica. De no haber sido así, habría acabado como su primo Pete, tocando “Gabriel´s Oboe” en ceremonias. Cuando el haz de luz iluminó a Fritz, él estaba observando con qué delicadeza Masako sostenía su flauta y se la imaginaba girando sobre si misma en un nenúfar. No pudo evitar dar un ligero respingo en el asiento. Igual que Fritz, que le miró como si le hubieran alcanzado con una bala de gran calibre. Él giró de inmediato la cabeza hacia Igor, quien sostenía su violín en vertical sin inmutarse. El hombre de la peluca, porque aquella mata rubia sólo podía ser una peluca, le indicó de nuevo a Fritz que se acercase al borde del escenario, y éste le obedeció aferrándose a su Cuerno Inglés como si fuera un chaleco salvavidas. Ian volvió a Masako, quien a su vez le miraba a él con la boca hecha una O. Y él deseó en ese instante zambullirse con ella en un mar de nenúfares.
Los cellos en pleno giraron sus cabezas hacia las violas, y éstas buscaron con la mirada los violines, y entre ellos a Igor, quien seguía impasible. Alguno de los contrabajos hizo visible su estupefacción haciendo girar el instrumento, y uno de los trompetas quiso incorporarse a tocar a Generala, pero la Primera Tuba le hizo sentar, haciéndole un gesto con la cabeza hacia las bambalinas, donde la soprano que debía cantar esa velada trataba de impedir al enfurecido director de la Orquesta Sinfónica salir al escenario, ayudada por el pianista y uno de los ujieres.
Cuando Fritz por fin alcanzó el borde del escenario, fue recibido por una gran ovación y el hombre rubio le rodeó los hombros con un brazo y le conminó a que explicase cuál era su cometido en la orquesta y por qué se había decidido por un instrumento tan raro. Fritz se aferró de nuevo a su Cuerno Inglés, su mejor amigo, fijó su mirada en el haz de luz proveniente del fondo del teatro y por un momento deseó convertirse en una de las minúsculas partículas de polvo brillante que levitaban en él. Nunca supo que había contestado. Pero recibió igualmente un océano de aplausos.
Igor Michialiewitsh, Primer Violín, salió esa noche a fumar un pitillo al balcón de su habitación del hotel, había parado de nevar, pero la temperatura seguía bajo cero. No le importó. De donde él procedía esa temperatura anunciaba la primavera. Ilya Munin, Primer Viola, le siguió y le secundó con otro pitillo. El humo se mezcló con el vapor de sus bocas provocando una súbita nube, que se deshizo lentamente en la noche.
– Mañana salimos a las seis- Comentó Munin, tomando otra calada
– Tres más y volvemos a casa
– El jefe está que trina con lo de hoy….-Igor toma una calada larga y expulsa el humo con lentitud.
– En realidad, no me gusta hablar en público- Y ambos rompen el frío de la noche con su risa.
Roland Koch recorría el pasillo con desgana, llevando en una mano el Email que acababa de imprimir y en la otra el teléfono de servicio. Era viernes y ya habían dado las dos, Gerencia estaba desierto, pero él todavía no iba a poder irse, aún no. Desde uno de los despachos le llegó un eco de ruidos y se acercó a ver quién era, descubrió a Eveline, la chica que limpiaba las oficinas, colocando las papeleras sobre las mesas para poder pasar después más fácilmente la aspiradora industrial aparcada junto a la puerta.
– Buenas Tardes, Eveline- Saludó, apoyándose en el marco de la puerta, Eveline dio un ligero respingo y soltó una carcajada.
– Ay!Qué susto Sr. Koch!Pensé que estaba sola ya- Y colocó la última de las papeleras sobre una mesa, Koch forzó una sonrisa y se acarició levemente la frente con dos dedos de su mano izquierda.
– Eveline, puedo hacerle una pregunta?- Y casi le pesó haberlo dicho, pero no tenía nada que perder, Eveline le miró con expresión sorprendida en su cara pequeña y pecosa al tiempo que asentía.- Si usted alguna vez tuviera que preguntar algo a la Orquesta Sinfónica como tal….
– Yo?- Eveline abrió mucho los ojos mientras se ponía los guantes de goma, Koch carraspeó.
-Si tuviera que hacer una entrevista a la orquesta, por algún motivo, a quién entrevistaría usted?- Eveline se encogió de hombros, exhaló un buche de aire y miró fugazmente el poster enmarcado de Kiri Te Kanawa como Madame Butterfly que colgaba frente a ella, luego volvió a él con una expresión rozando el escepticismo en sus labios.
-Al Primer Violín….Si, al Primer Violín. Sabe? Mi sobrino toca también el violín, y creo que no lo hace mal, mi Lukas está en clarinete los miércoles pero la verdad es que no sé si eso va a llegar a algo, ya sabe usted como son los teenies ahora, pero el padre quería y…- Pero Koch ya no la escuchaba, su mirada había vagado hasta la ventana, abierta de par en par a un mediodía plomizo, y sintió cómo sus ojos se hundían en las cuencas bajo el peso de sus ojeras. El teléfono que llevaba en su mano comenzó a sonar y al ver el número que llamaba, cerró brevemente los ojos para después buscar ánimo en el techo-……creo que acabará tocando el piano, mi primo Lutzt tiene uno y nos lo quiere regalar, pero dónde lo ponemos? Si casi no cabemos ni nosotros….-Koch carraspeó y se incorporó de su apoyo del marco de la puerta, forzando otra sonrisa.
-Ya, gracias Eveline, que tenga un buen fin de semana…- Acotó, Eveline le sonrió y le deseó lo mismo mientras pasaba un paño húmedo sobre una mesa.
Koch recorrió el pasillo en el sentido contrario al que había venido, con el Email en una mano, y el teléfono de servicio sonando en la otra. Iba a tener que contestar.
Él no se podía ir. Todavía no.
Eveline reconoce la importancia del primer violín como coordinador del equipo que forma la orquesta.
Bravo por la música.
Abrazos
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….que nos hace mágicos…. Un abrazo, Mercedes.
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Me encanta Eveline
Besotes
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Gracias, Mariola. Un beso!
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