Nada más llegar le vi. Allí estaba, arrimado a la puerta de la cocina charlando con la anfitriona de la fiesta. Cuando me acerqué a saludarles y entregarle a ella el vino que había traido, él se adelantó a darme dos besos, tras sonreirme con esa sonrisa característica de los que al fin ven a la persona que estaban esperando. Yo también sonreí.

Entonces empezamos a jugar nuestro juego favorito. Las reglas son sencillas, pero se han de tener nociones de estrategia y oportunidad. Como en la bolsa.

Si él está hablando con un grupo de personas, se ha de pasar de largo y sonreír a modo de saludo a cualquiera de los presentes, pero no a él, para acto seguido desaparecer en una de las habitaciones habilitadas como sala de música. Al cabo de unos minutos, él se presentará también en la habitación, haciendo como que pasaba por allí. Yo no le hago caso, aunque he notado su presencia, y sigo bailando. Llegado un momento abandono en cuarto de la música y, al salir, le comento algo sobre la canción que suena, él asiente con la cabeza y yo me voy a la cocina.

La cocina es una espacio reducido, en el que a manera de “Camarote de los Hermanos Marx” se amontona un número considerable de invitados. Yo me sumerjo en la marea humana, en busca de una cerveza fría. Cuando emerjo, sin haber cumplido mi objetivo, una mano se tiende hacia mi con una botella de cerveza helada. Yo río y él silba la canción del momento. Luego desaparece en la marea. Pero ambos sabemos nadar.

El juego continúa entonces a la inversa, en tanto que yo le busco, haciendo que paso ,como quien no quiere la cosa, por todas las habitaciones que conforman el apartamento. No le encuentro, y me arrimo a la puerta de la sala de música. Él se arrima a mi lado. Interrumpimos el paso. No nos importa. Silencio. Le apunto que la canción que suena pertenece a “Cotton Club”. Él tamborilea la melodía con los dedos en el marco de la puerta. Alguien sube más el volumen, y él me dice al oído que tiene ese solo de clarinete en CD. Comenzamos una conversación como quien comienza a asfaltar una calle. Midiendo el espacio y el tiempo.

Entonces nos sorprende la marea de la cocina, y nos arrastra a dentro de la habitación a bailar un éxito de los ochenta. Le pierdo definitivamente.

Más tarde me cruzo con su novia por el pasillo. Hablamos del tiempo.