El que vino con la idea fue papá. Que todo nos iba a ir bien de una vez, que no nos íbamos a tener que preocupar por nada, que nos daban vivienda, que había mucho chollo y que era llegar y llenar, que Ellos nos ayudarían. Y mamá quiso saber quiénes era Ellos, y papá la llevó a dónde él había estado, y ella regresó convencida de la idea, y trajeron una tartera enorme con carne guisada, y patatas asadas, y pan de barra de esa que cruje rico, y Fanta. El Micki miró en el mapa dónde quedaba la ciudad a la que nos iríamos, y dijo que allí tenía que haber mucha nieve. Ninguno de nosotros había visto nunca la nieve. Y nos reímos. Mamá organizó una especie de mercadillo para vender las cosas que no nos podíamos llevar en el coche. Una maleta para cada uno, y cuatro cajas. Más no cabía. Los muebles que habían sido de la abuela los dejamos en el garaje de la Consu. Los tapó con una lona negra. Y Micki dijo que parecían de una película de miedo. Y la Consu le dijo que el que metía miedo era él con aquellos pelos. Salimos por la noche, para no despedirnos de nadie, dijo mamá, yo ya me había despedido de todas, y había llorado mucho y esas cosas. Así que no me importó. El Micki también se despidió de la Nuri. Y ella lloró mucho. El Micki sólo se cerró en banda y no nos dirigió la palabra en muchas horas. Tardamos cuatro amaneceres en llegar. No había nieve, pero sí mucho frío. Nos recibieron cuatro de Ellos. Dos hombres y dos mujeres. La que iba a ser nuestra casa era un sexto piso en un bloque de diez. El nuestro estaba rodeado de otros bloques, que formaban placitas entre ellos. Eran placitas sin árboles ni hierba. Como todo el paisaje alrededor. Plano y gris. Ellos nos acompañaron a dar un primer paseo para conocer el lugar. Veinte bloques de diez pisos, dos supermecados, una farmacia, una guardería y dos paradas de autobús. Una en cada dirección. Nada más. Al principio todo fue muy rápido. Todos los días sucedían cosas. Mamá y papá comenzaron a trabajar inmediatamente en la Fábrica. Yo le llamo Fábrica. Pero era un conglomerado de edificios y naves en los que se producía algo que nunca supe realmente qué era. Un autobús los recogía todos los días, según turno, y los devolvía cuando éste se acababa. Al Micki y a mí nos inscribieron en un complejo escolar que estaba a media hora en bus de los bloques. Nos sentíamos como se deben de sentir los extraterrestres cuando encuentran a los humanos. No entendíamos una palabra. Pero sólo al principio. Las clases de apoyo para aprender el idioma nos ayudaron a romper el hielo. Los fines de semana íbamos a las Reuniones de Ellos. Allí coincidíamos con otra gente como nosotros. Escuchábamos las charlas. Y cocinábamos juntos. Esa era la parte divertida. Sólo esa. Las chicas teníamos asignada una especie de Consejera, que se reunía con nosotras en una de las salas, nos teníamos que sentar en el suelo formando un círculo, y ella nos íba haciendo preguntas sobre muchas cosas. Siempre había que contestar. No nos podíamos reír. Eso era lo que me costaba más. Después tenía una conversación con cada una de nosotras a solas. Nos decía „lo que teníamos que hacer“. Yo siempre asentía y prometía que lo haría. Así acababa antes y podía ir a comer. Con el Micki era lo mismo, pero sólo chicos, y un Consejero. Aprovechábamos esos momentos para estar juntos porque con los turnos de papá y mamá era imposible. Cuando acababa la reunión hacíamos excursiones con el coche, para conocer mejor la zona. Mamá llegó a la conclusión de que en realidad no había nada interesante que conocer, ya que todos los núcleos urbanos eran idénticos al nuestro. La única ciudad, propiamente dicha, con calles, semáforos, plazas y tiendas quedaba a sesenta kilómetros. Sólo pudimos ir dos veces. Después vinieron a por el coche. Que si papá y mamá se arreglaban bien con el autobús de empresa y nosotros con el de línea. Que el supermercado estaba a dos calles. Que nos recogerían en una camioneta para ir a los reuniones. Que así ahorraríamos en gasolina. Que era lo mejor para salvaguardar el medioambiente. Papá no dijo nada. Mamá seguía sin entender una palabra, o muy pocas, y no pudo protestar. El Micki y yo les vimos alejarse con el coche desde la ventana de la cocina. Después todo se volvió más gris, como el paisaje. Todos los días eran iguales. Y las semanas. Y los meses. Llegó la nieve. Mucha nieve, tanta, que el Micki y papá se unieron a un grupo de gente que liberaba de ella las aceras con palas. La calefacción no llegaba bien al piso seis desde la caldera, así que teníamos que ir muy abrigados por casa. Mamá compró varias mantas muy abrigosas en el supermercado. Una de ella tenía de motivo un lince. Papá se la dio al Micki, porque así era él, le dijo. Y nos reimos. Pasó el tiempo. Años. Nada cambiaba. Siempre igual. Ellos regulaban el orden de nuestra vida, nosotros la vivíamos. Porque era lo que había que hacer. Hasta que el Micki llegó un día diciendo que su tutor del instituto le había dicho que él podía optar a una beca para hacer un Grado en la Escuela Politécnica que había en la ciudad. Papá dijo que muy bien pero que se lo tendría que consultar a Ellos, y el Micki le contestó que no había había nada que consultar, que sólo había dos becas y una era suya, que sólo tenía que decir que sí y ya estaba, y mamá dijo que ya se vería, que a ver qué decían, y papá dijo que Ellos siempre decidían bien, que mirase cómo nos íba, y el Micki se fue dando un portazo, y mamá quiso ir detrás , pero papá no la dejó, que ya volvería cuando le apretase el hambre. Y el Micki volvió tarde, cuando los dos ya estaban en el turno, y me dijo que a él le daba igual lo que dijesen Ellos, que él quería hacer ese Grado por sus cojones, que para eso se había dejado los ojos para conseguirlo, y yo le dije que le entendía pero qué se hacía entonces, y nos quedamos en silencio. Como siempre que no sabíamos qué hacer. Esa semana nos separaron nada más llegar a la Reunión. Mi Consejera me dio una charla a mí sola, que tuve la impresión que duró horas y horas, echándome en cara cosas que yo no sabía ni que había hecho, y repitiéndome hasta la saciedad „lo que tenía que hacer“, y me entraron ganas de llorar, pero sólo me dio un vaso de agua. No me permitieron comer con el resto. Después supe que ninguno de nosotros pudo comer. Nos llevaron de vuelta a casa a nosotros solos. El Micki hizo como que subía, pero después se marchó sin decir una palabra, mamá estaba rara, como si le diese todo igual, papá volvió a repetir que ya volvería cuando le apretase el hambre. Ellos comenzaron a venir a casa todos los días, y una de esas veces, coincidió que estábamos los cuatro, y el Consejero le dijo al Micki que lo de hacer el Grado no entraba dentro de los planes que Ellos tenían para él y que si insistía o tan siquiera intentaba openerse a la decisión tomada corría el peligro, ya no sólo de ser repudiado del Grupo, sino también de ser devuelto a donde había salido sin más derecho después que el de poder respirar. O algo así. Y papá les dijo que por supuesto, y Micki no dijo nada, y yo tampoco, mamá, que seguía rara, se sentó en el sofá y no hizo nada más. Se fueron no sin antes recordarnos la próxima Reunión, y papá los acompañó a la puerta, y el Micki se fue al cuarto y se cerró por dentro, y mamá no hizo cena porque se quedó sentada en el sofá, y papá se fue al turno, y yo sólo tenía ganas de llorar. Entonces apareció el Max. Yo ya lo conocía de verlo con el Micki por el instituto, y el Micki me dijo que le acompañara a su casa, y yo fui. Max y su familia vivían en un pueblo hacia el otro lado. Yo no sabía que había pueblos así. Con casas normales adosadas y jardín. En la casa de Max hacía calor bonito, de ese que te envuelve y no necesitas mantas, y que salía del suelo. El Micki y yo nos quedamos como tontos mirándonos los pies cuando lo descubrimos al sacarnos los zapatos en la entrada. Y por primera vez en mucho tiempo nos reímos, así, sin más. El Max nos presentó a su padre, que se llamaba Fred, y que nos invitó a quedarnos a comer. El Max y Fred vivían solos porque la madre de Max faltó pronto. El Max le explicó a su padre lo que Micki le había contado, porque el Micki no se atrevía a hacerlo, y Fred se puso muy serio y quiso escuchar nuestra historia, y el Micki se la contó, y Fred le dijo que todo lo que nos habían dicho Ellos era mentira, que nadie nos podía expulsar del país así como así, y que él era libre de decidir qué quería estudiar y dónde, le dijo que el Micki ya tenía la edad necesaria para tomar sus própias decisiones, y que él sabía lo que le estaba diciendo porque él era policía, y que no teníamos que tener miedo de nada. Y nosotros le dijimos que teníamos miedo a lo que Ellos pudieran hacer si no les obedecíamos. Fred quiso saber quiénes eran Ellos. Y Micki le explicó lo que sabía. Que no era mucho. Ellos eran Ellos. No había más. Fred dijo que lo mejor era que no volviesemos a casa, y que nos quedásemos allí, pero el Micki dijo que él quería recoger un par de cosas y yo también, porque sólo teníamos lo puesto, y después volveríamos. Regresamos a casa con el bus, porque Fred dijo que era mejor que nadie sospechase nada, y que él ahora ya estaba sobreaviso, y que no tuviéramos miedo. En casa no había nadie, supusimos que tenían turno, yo estaba tan nerviosa que no sabía qué se suponía que tenía que hacer, el Micki fue directo al aparador del salón a buscar nuestros pasaportes, pero allí no estaban, yo busqué en el cajón de la mesilla de noche de la habitación de nuestros padres, pero tampoco estaban allí. En eso estábamos cuando apareció mamá. Venía con mucha prisa, y sin decir una palabra se fue directa a su armario y sacó dos bolsas de deporte, nos las entregó, y nos apremió a que la siguiéramos, venga rápido, venga, venga, el Micki quiso saber qué a dónde íbamos, que él no se iba a ninguna parte más, y ella que calla la boca, y yo que se me dio por llorar otra vez, y ella que suénate y calla la boca, venga, venga, y bajamos por las escaleras para no esperar el ascensor, y salimos de edificio, y mamá salió corriendo hacia una camioneta de reparto de la Fábrica, correr, correr, venga, venga, y se puso al volante, y yo no sabía que mamá supiese conducir, y el Micki tampoco, pero qué haces, y ella que calla la boca, y la camioneta echó a correr como por propulsión, y mamá sólo decía, venga, venga, y cada vez íba más rápido, y yo pensé que nos matábamos, y Micki le gritaba que qué coño pasaba, y ella que calla la boca carajo, venga, venga, y la mirada fija al frente, que parecía una loca, y con la misma velocidad que supongo que tienen las balas llegamos al pueblo de Max, y derrapamos en la glorieta, y nos metimos por prohibido, y con otro derrape paramos delante de la casa de Max, y mamá salió de la camioneta, y nosotros también, y yo sólo quería vomitar, y Micki quiso decirle algo, pero ella le entregó su bolsa y le acarició la cara, y a mi me entregó la mía con un sobre y también me acarició, y sin más regresó corriendo a la camioneta y desapareció tan rápido como habíamos llegado. Yo vomité. El Micki la llamaba llorando, a gritos, como si así le fuera a oír. Y no me acuerdo de más. Según parece me desmayé. Fred nos dijo que en la carta mamá le había encargado de nuestro cuidado, y especialmente del mío, porque yo aún no era mayor de edad, y le había dado las señas de la Consu. Tres días después Fred y otros policías fueron a la que había sido nuestra casa, pero papá y mamá ya no estaban allí, ahora había otra gente que no sabía de lo que les estaban hablando, en la fábrica les dijeron que papá había solicitado el traslado pero no encontraron a dónde. El lugar donde se celebraban las Reuniones estaba vacío. Como si nunca hubieran existido. Sólo nosotros continuábamos allí.

El Micki comenzó su Grado y lo acabó. Yo también hice uno. El Max pasó de ser el Max, a ser mi Max, porque sin él nada para mi tendría sentido, y se hizo policía como Fred, que nos cuidó al Micki y a mí como si fuéramos suyos. Mandamos un camión de mudanzas a lo de la Consu a buscar los muebles, que aún estaban bajo la lona, y fueron los primeros que pusimos en nuestra casa. El Micki también puso casa. Cerca de la nuestra. Con calefacción que sale del suelo. Y a veces nos quedamos como tontos, mirándonos los pies. Y nos reímos.

Y si recordé todo aquello, fue por culpa del ganso congelado. No del ganso mismo, sino del congelador en el que estaba metido en el super. Porque no me acababa de decidir si coger uno o sólo los muslos, cuando le vi. Justo delante de mi. Mirándome fíjamente, como mira aquel al que has hecho algo imperdonable. El Consejero. Ellos. Otra vez. Y me quedé clavada, incapaz de decir palabra. Y él me agarró el brazo con fuerza, y me dijo que me iba a ir con él y que si decía una palabra…Pero no pudo decir más. No contaba con mi Max. Que lo apartó de mi de un empujón, y le dijo que ya estaba tardando en marcharse de allí, y que no se le ocurriese volver, y que tenía que tener muy presente, que él, mi Max, tenía permiso de armas, y por primera vez vi el miedo en el rostro siempre impenetrable de el Consejero, y casi se cae, y se marchó corriendo. Tampoco contó con las cámaras de videovigilancia del super, y del aparcamiento, y de la autopista. Ahora sólo hay que tirar del ovillo, dijo Fred. El Micki dice que él ya se ha hecho a la idea de que papá y mamá ya no están. Yo no. Yo esperaré hasta que no haya ovillo del que tirar. Mientras aún esté aquí.