Me voy a tumbar aquí. No le veo. Está en la cocina. Sólo quiero cerrar los ojos un rato. Sólo un rato.
– Ahí hay mucho polvo.
Pues no me deja en paz. No voy a abrir los ojos. No se acerca. Me roza. Me aparto un poco.
-Déjame en paz.
-Ayer dormiste toda la tarde, no me vengas con que estás cansada.
-Vete.
-Seguro que es porque soy negro.
Y yo persa. Qué tendrá que ver. Sólo quiero que me deje en paz. Me voy más al fondo. A lo oscuro. Así no me ve.
-Tienes los ojos casi amarillos.
Él los tiene azules. Irisados con beig. Miro hacia otro lado. A ver si lo entiende.
-Ahí hay un calcetín.
Me aparto. No sé qué hacer. Efectivamente. Es un calcetín verde. Me encantan los calcetines.
-A ti también te gustan los calcetines?
Se acerca a mí. Acaricia el calcetín. Yo también.
-Me llamo Ágata.
-Yo Sansón. No digas nada…
-Pues Ágata…
-Es de lana.
-Verde. Y suave. Suaaave. Toma.
-Suaave.
-Perdona. Tu no sabes lo que es viajar doce horas junto a una cacatúa brasileña….
Me roza. Yo le rozo también. Le paso el calcetín. Me acuesto y cierro los ojos. Él también. Compartimos calcetín.
-Estos dos son también de madejas de lana?
-Sip.
-Detesto las madejas.
-Yo también.
-Sansón.
-Qué
-Acércate más.
Precooso
Me gustaMe gusta
Gracias, Elena. Un abrazo!
Me gustaMe gusta
Qué sugerente puede llegar a ser un calcetín que generalmente pasa desapercibido.
Hay que valorar lo que nos parece insignificante como hacía San Francisco.
Abrazos
Mercedes
Me gustaMe gusta
A veces la felicidad está en lo simple. Gracias, Mercedes!. Un abrazo!
Me gustaMe gusta
bonito relato
Me gustaMe gusta
Gracias Mariola, un beso!
Me gustaMe gusta