La tormenta de nieve le había venido de perlas. Gorro de lana calado, gafas de snowboard, chal tapando el resto del rostro y un amplio abrigo plumífero negro hasta la media pierna, nadie le reconocería. Tampoco su coche. Se había hecho con un Todoterreno de lunas tintadas, como tantos otros que circulaban por la zona, y alquilado un apartamento de vacaciones a tres pueblos de distancia. En realidad no era un apartamento, sino una pequeña vivienda anexa a la casa de un joven matrimonio con niños pequeños, que se había alegrado mucho de poder alquilarla en temporada baja. Todo contacto había sido online y el apartamento tenía entrada independiente.Las llaves las encontró dentro de la caja con código dígital junto a la puerta.Había hecho los trámites a nombre de una de las dos únicas personas que sabían que estaba allí. Era algo que quería hacer él, no podía delegar en otros. Esta vez no.
Llegó el jueves a media mañana, entre bocanadas de ventisca y cortinas de nieve. Tal como lo recordaba. Había guardado las pocas cosas que había traído en el armario, y llenado la nevera y las alacenas de la pequeña cocina americana con la compra que había hecho de camino.
Esperó a que amainase un poco la nevada tomando café. Una de las cosas que le habían hecho decidirse por ese apartamento en contra de otros similares, había sido la especificación de la presencia de una cafetera automática del mismo modelo que tenía él. No era la más cara, tampoco la más bonita. Pero hacía buen café. Esta vez largo con una nube de espuma. Su vicio confesable.
Volvió a disfrazarse antes de salir.
Si bien todo el paisaje estaba cubierto por un manto blanco de nieve, apreció lo mucho que habían crecido las poblaciones por las que tuvo que pasar hasta llegar a su pueblo. Su pueblo. A él no le gustaba llamarlo así, pero la verdad era que gracias a él estaba en el mapa. El cartel que anunciaba el comienzo de los límites de la población, ahora era de metal, y más grande. También aquí había más casas, otros negocios. Una rotonda. Giró hacia donde entonces estaban los caminos de acceso al bosque, el trecho de carretera era nuevo y a ambos lados había casas de reciente construcción. El acceso al bosque, sin embargo, seguía allí. Aparcó el coche junto a otros dos en una pequeña explanada y se internó en el bosque.
- Hola Rosa, soy yo..cómo estás?
- Hola, bien..gracias..
- El jueves estaré ahí..
- Nos encantará verte, pero la prensa y la gente…
- Lo sé…
- Cuando vengas entra por el bosque, ya hacen guardia en la puerta…
- Lo haré…
Una vez había conocido aquel bosque como la palma de su mano, ahora el camino estaba mejor pavimentado e incluso habían puesto flechas indicativas para las distintas rutas de senderismo que se podían seguir desde aquel punto. Pero él no siguió mucho rato el camino, lo abandonó hacia un sendero que se perdía entre los árboles, invisible bajo la tupida capa de nieve y ramas caidas. El sendero de Hoffmann. Sonrió bajo el chal. No había flecha indicativa. Sólo él lo llamaba así. Era el sendero que llevaba al acceso a la parte de atrás de la casa de los Hoffmann.
Había conocido a Hoffmann un viernes. Se acordaba porque era el día en que el Sr.Lindner devolvía los exámenes o trabajos corregidos para que los firmaran los padres. Aquel viernes les había devuelto una redacción que habían tenido que hacer en la asignatura de Lengua, sobre el tema „ Las Estaciones del Año“, y él había suspendido. Las dos hojas apenas tenían correcciones, pero el Sr. Lindner había escrito en rojo „Suspenso“al bies justo junto a su nombre. Él, al acabar el colegio, se había sentado en un escalón de las escaleras que llevaban al gimnásio y,tras leer una y otra vez su redacción, no había entendido el porqué de aquel suspenso, y desahogó su impotencia en un silencioso llanto. Una voz a su lado le había hecho borrarse las lágrimas con el brazo e incorporarse. La voz pertenecía a un hombre alto, de pelo corto castaño entrecano y gafas de pasta , que le observaba preocupado y le preguntó qué le ocurría. Él le mostró la redacción y le explicó que estaba triste porque no entendía qué había hecho mal. El hombre se había ajustado las gafas de pasta y había leído con atención las dos hojas, después carraspeó, miró un instante hacia el techo, suspiró y regresó a él con la más amable de sus sonrisas. Le preguntó su nombre, y él mismo se había presentado como Klaus Hoffmann. Le pidió entonces que le acompañase un momento a la sala de profesores, y, juntos, habían cruzado el patio. Aquella había sido la primera vez que había visto la Sala de Profesores por dentro, mesas, sillas, aparadores con libros, y el Sr. Lindner fumando mientras leía el periódico. Hoffmann se había acercado a él, y le había pedido que le explicase qué exactamente estaba mal en aquella redacción, y el Sr. Linder le había dicho que no sabía a qué se refería, y Hoffmann le había dicho al Sr. Lindner que era demasiado joven para padecer demencia y que si no se acordaba de los trabajos que había corregido en aquella misma habitación a primera hora de la mañana debería consultar un neurólogo, y al Sr. Lindner se le había caido el cigarrillo, y se había incorporado para decir algo pero sólo se topó con la redacción ante sus narices. Hoffmann había repetido otra vez su pregunta, como si no la hubiese hecho antes, y el Sr. Lindner había dicho que seguramente se había confundido, y el Sr. Hoffmann le había dicho que entonces borrase el „Suspenso“y pusiese en su lugar „Sobresaliente“, porque eso era exactamente lo que merecía, y el Sr. Lindner había querido decir algo, pero el Sr. Hoffmann le entregó un bolígrafo rojo que sacó de su cartera, y el Sr. Lindner había borrado el „Suspenso“y escrito „Sobresaliente“al lado. Después, el Sr. Hoffmann se había reunido con él, que se había quedado junto a la puerta, le había entregado la redacción y antes de salir de la Sala le había aconsejado al Sr. Lindner que, quizás, al que debería visitar era un oculista. No habían esperado a ver la reacción del Sr. Lindner, y, juntos, habían abandonado el colegio. Él le había dado las gracias, porque aquel era el primer sobresaliente de su vida, y Hoffmann le había dicho que a partir de aquel momento él querría ver todos los trabajos que recibiese corregidos, antes de que se los llevase a casa para ser firmados, y él estuvo de acuerdo.
Esa misma tarde su padre y él habían llevado una cesta repleta de huevos a casa de los Hoffmann. Habían recorrido ese mismo sendero.
Le abrió la puerta Sigmund, el hijo mayor de Hoffmann, y los dos se unieron en un fraternal y sentido abrazo. Ya dentro se reunió con el resto de la familia Hoffmann, que él consideraba también era la suya, compuesta, además de por Sigmund, por su esposa y dos hijas, su hermana Fabiola con su marido y un hijo , y Rosa, la ahora viuda, quien no pudo evitar emocionarse al verle. Compartieron café y una de las innumerables tartas, que, entre otros dulces y viandas de todo tipo, las visitas habian ido trayendo consigo desde el comienzo del duelo. La familia había dicho que necesitaba descansar antes del que ya suponían sería un azaroso fin de semana, y pudieron hablar con calma. De lo rápido que había sido todo, de cómo la enfermedad se lo había llevado en seis meses, sin que nada hiciera efecto para evitarlo, él había podido verle por última vez en el hospital, cuando nada presagiaba aún el abrupto final, y con eso se quedaba. Al menos. Rosa le dijo que entendería si no quisiese asistir al funeral, los periodistas ya habían tomado posiciones delante del lugar donde se celebraría, y alguno, incluso, le había preguntado a Sigmund para cuándo esperaban su presencia, el pueblo era un hervidero de comentarios y cada movimiento de la familia era vigilado con lupa, por si con él le delataran. Él les aseguró que ellos no le verían, pero que él estaría presente, evitando a toda costa, que, su presencia, convirtiese aquel momento en un Disneylandia de tumultos, fotos y curiosos. No habían podido evitar reirse con Disneylandia. Pero así era como denominaba él lo que provocaba su presencia en cualquier lugar. No dilató mucho la visita. Sigmund y él quedaron en llamarse para tratar el asunto que tenían entre manos, y se fue.
Antes de regresar al apartamento, decidió dar una vuelta por las calles del pueblo con el coche. Todo seguía prácticamente igual. Ahora había un semáforo. Un autobús de linea. El ayuntamiento estaba pintado de blanco, el colegio de azul con ventanas amarillas, los mismos negocios, supuso que la misma gente. El Aldi. Ahora era más grande, y tenía un enorme aparcamiento por el que ahora pululaba gente con carros de compra. Se acordó de Helmut Wilhelms y de cómo animaba a los otros a reirse de él porque la ropa que llevaba era de Aldi, pero él no se había dado por aludido,ya que nunca había pasado frío ni llevado los pies mojados y duraba mucho. Y porque creces más rápido que las coliflores, le decía entonces siempre su madre . De hecho aún le compraba ropa interior allí, sonrió, eso era algo que nunca iba a cambiar. Se preguntó que haría ahora Wilhelms. El hijo del director de Caja de Ahorros. Capitán del equipo de voleyball. Porque en su pueblo entonces todo se hacía en aras del voleyball, ya que era el deporte favorito del único alcalde que había tenido el pueblo desde que alguien había decidido que los pueblos como ese tenían que tener alcalde. Al suyo le gustaba el voleyball. Y todos tenían que practicar ese deporte, incluso construyó un pabellón. Todos menos él. A él le gustaba jugar al fútbol. Aquellos que, como él, tampoco disfrutaban jugando al voley, jugaban en un campo, no muy lejos de ese mismo Aldi. Cuatro piedras como portería, las mochilas como corner, y ya tenían partido. Dominar la pelota, hacerla una con sus pies y llevarla a entrar en la portería le regalaba una paz indescriptible. Su forma de aislarse del mundo. Pasó por delante del campo. Ahora había un taller mecánico y de limpieza de coches. Suspiró, y regresó conduciendo sin prisa al apartamento. Se preparó un plato de pasta con tomate de cena, y se quedó dormido viendo un reportaje sobre las rutas de las ballenas.
A la mañana siguiente se despertó temprano, realizó su tabla de gimnásia diaria que no era otra cosa que una mezcla personalizada de estiramientos de Pilates, yoga y ballet, y tras la ducha, decidió regresar al pueblo, para, esta vez, recorrrerlo a pie de incógnito, parapetado tras las desmesuradas gafas de snowboard, deporte que, por otra parte, no practicaba, y enmomiado en el chal. Tenía curiosidad por ver si realmente todo seguía igual.
Aparcó el coche otra vez en la explanada de la entrada del bosque, y se dirigió caminando sin prisa a lo que podía considerarse el centro del pueblo, al concentrarse allí todos los negocios esenciales.Comenzó a nevar de nuevo. Las aceras estaban libres de nieve, que se acumulaba formando pequeños icebergs a los lados, y alguien se había ocupado ya de echar sal. Su primera parada fue la panadería. Mismo local,misma campanita anunciando clientes, mismos expositores. Ahora servían también café. Le pareció más pequeña, además de él sólo había dos clientes más y parecían multitud. Nadie se extrañó de su aspecto, los otros dos también parecían momias. Del obrador salió un hombre joven, con camiseta blanca y pantalones de faena, portando una fuente de horno con bollitos de mantequilla recién hechos, cuyo delicioso olor invadió de pronto el espacio y provocó comentarios al respecto por parte de los otros dos clientes, él prefirió continuar en silencio. Aquel olor le transportó a aquel mismo lugar, en otro tiempo, cuando aquel hombre que ahora mostraba orgulloso la bandeja de bollos, hacía pandilla con Wilhelms y se consideraba parte integrante de una élite para la que él no era más que lo más parecido a un cero a la izquierda, fácilmente descartable. Al que ofrecer los panecillos del día anterior, por estar a más de la mitad de precio, delante de la clientela, o ignorar a la hora de preguntar quién da la vez. Recorrió las paredes con la mirada, y descubrió una foto, ampliada y enmarcada, de él mismo con el padre de ese hombre, dedicada y firmada. Se alegró de no acordarse de esas cosas. Una voz de mujer le sacó de sus pensamientos. Una chica joven, con mandilón azul cielo, le preguntaba sin demasiado interés qué deseaba. Por un momento pensó en no querer nada, e irse. Pero después lo pensó mejor, y le dijo su deseo. Toda la bandeja de panecillos de mantequilla. En caja, y una bolsa, a poder ser. Y un café con leche,para llevar, por favor. La chica abrió mucho los ojos, parpadeó varias veces y después desapareció en el obrador para regresar con una caja para tartas, en la que fue depositando todos los bollitos desde la bandeja con la ayuda de una pinza. Cuando hubo terminado, introdujo la caja en una bolsa , le preparó el café con leche,y le dijo el importe tras teclear unas cuantas veces en la caja. Él le pagó y se marchó tras desearle un buen día, sin esperar a su respuesta. Definitivamente eran demasiados bollitos para él solo. Algo se le ocurriría. Por lo de pronto abrió la caja y se contentó con saborear uno. Seguía nevando, pero no tan copiosamente, casi a cámara lenta.
Recorrió la calle mientras comía el primero de lo que después fueron cuatro bollitos, alternándolos con sorbos del café con leche y observando los cambios que pudiera haber. Alguien había abierto una floristería, antes había que ir cuatro pueblos más lejos; la oficina de correos ocupaba ahora dos bajos, un negocio de Doner-Kebap todavía cerrado a esas horas, una tienda de prensa, tabaco, lotería y papelería, cruzó la calle, si bien solía leer los periódicos online, podía comprar un par de ediciones impresas para leer qué contaban de él que él no supiese. La tienda estaba tan iluminada que le pareció entrar en una nueva dimensión, otros cuatro clientes esperaban a ser atendidos, así que aprovechó para escoger con calma entre los periódicos y revistas que había en los expositores. Para lo poco que hablaba él con la prensa, daba para bastantes titulares. Se dedició por una revista y dos periódicos, y se dirigió al mostrador. Sólo había una clienta antes que él, que se quejaba sobre la humedad, la oscuridad, la nieve y su reuma, ante la paciente mirada de la empleada. De la trastienda salió entonces un hombre, que le invitó a pasar por su caja, y él aceptó gustoso. Fue al dejar lo que quería comprar sobre el mostrador cuando reparó en quién le estaba atendiendo. Helmut Wilhelms. Casi soltó una carcajada, pero pudo contenerse a tiempo. Wilhelms le miraba tratando de descubrir algo tras las enormes gafas y el chal, mientras pasaba las revistas por el scanner. En algún momento Wilhelms había dejado de crecer a lo alto y había comenzado a crecer a lo ancho, también había perdido su mata de pelo, y lucía una brillante calva, además de gafas, tras las que sus ojos castaños trataban de desenmascarar a quel nuevo cliente. Según parece aún viene más nieve el fin de semana. Él asintió con la cabeza, mientras buscaba el importe entre las monedas que llevaba en el bolsillo. Es lo ideal para el Snowboard. Él le miró, en serio, Helmut? Pensó, y volvió a asentir antes de darle las monedas exactas con sus manos enguantadas. Wilhelms las guardó en la caja. Bolsa? Tenemos de tela con nuestro emblema, por sólo un euro. En su cabeza se imaginó subiéndose las gafas y contestándole que no quería nada de ese puto pueblo, ni siquiera su puto emblema, Helmut, y poniéndolsela de sombrero. Pero después pensó en Saulé, que coleccionaba ese tipo de bolsas y a la que a lo mejor, le haría ilusión tal cosa. Y asintió en silencio, al tiempo que ponía un euro sobre el mostrador. Hay un mirador, a tres kilómetros bajando por la carretera, ideal para selfies sobre todo ahora con este paisaje nevado. De repente sintió que no tenía nada que decirle a Helmut Wilhelms. Absolutamente. Se quedaron quietos en silencio unos segundos, uno frente a otro, el uno detrás de sus gafas de snowboard, el otro tras las suyas de miopía y astigmatismo. Sólo pudo volver a asentir, y se despidió con un gesto de la mano antes de abandonar la tienda. Helmut Wilhelms, el todopoderoso, entonces el más alto, el de la ropa de marca, el mejor en volley, el que hiciera lo que hiciera siempre sacaba el diez en todo, especialista en hacerle entonces la vida imposible,llamado a ser, como mínimo, sucesor de su padre en el banco, o en todo caso director del Banco Mundial. Tanto ensañamiento y tesón, para esto. Ya fuera, por fin, pudo soltar la carcajada. A su Saulé le iba a encantar la bolsa.
Continuó con su paseo, riéndose cada vez que se acordaba de la expresión ofuscada de Wilhelms tratando de ver un rostro a través de la mampara de espejo. Una risas infantiles le hicieron mirar hacia el fondo de la calle, donde dos niños jugaban a tirarse uno a otro bolas de nieve y golpear una mochila contra otra imitando lo que ellos suponían era el ruido que hacen dos superhéroes al chocar las armaduras. Los niños torcieron en una bocacalle y él los siguió, seguramente se dirigían al colegio. El colegio. A él siempre le había gustado ir al colegio. Su camino hasta llegar a él era distinto al de aquellos niños, ya que entonces su casa quedaba a las afueras del pueblo, y tenía que caminar mucho hasta llegar, pero nunca le había importado ya que desde el primer día se reunía al llegar a las primeras casas con otros que también hacían la misma ruta. Y las mochilas también eran armaduras, o alas de aviones, o cohetes espaciales.
Alguien había decidido en algún momento pintar el colegio de azul y sus ventanas de amarillo. Cuando él lo visitaba era un triste edificio gris cemento con ventanas de madera. Observó cómo los niñ@s iban accediendo al recinto, entre juegos, risas, llamándose unos a otros, y haciendo todas las cosas que hacen los niñ@s antes de entrar al colegio. Y él también volvió. Al último año, antes de tener que cambiar de escuela. Como habían acordado, él le había ido mostrando todos los exámenes a Hoffmann antes de llevarlos a casa para ser firmados por sus padres, y Hoffmann había tenido que ir todas las veces a protestar la nota al Sr. Lindner quién en más de una ocasión le había preguntado si no le resultaba realmente cansado tomarse la molestia y Hoffmann le había contestado que la única manera de que cejase en su empeño sería que el Sr. Lindner le matase, y que sólo entonces dejaría de tomarse la molestia, y el Sr. Lindner se había atragantado con su té, pero finalmante cambió de mala gana la mala nota que lustraba su examen por un aprobado, y Hoffmann le había acompañado a él a casa. El problema llegó en enero, después de los exámenes de reválida, cuando el Sr. Lindner le entregó los papeles,ya cubiertos, firmados y cuñados, que le obligaban a matricularse en una escuela para niños con necesidades especiales. Cuando Hoffmann los leyó, se limitó a, como era su costumbre, mirar hacia el cielo y suspirar, después le había dicho que les dijese a sus padres que esa misma tarde a las cinco pasaría a buscarles para tratar el asunto.
Papá decidió que él no iría, que él no era de esas cosas, que lo mejor era que fuera mamá con el Sr. Hoffmann y que luego les contara lo que había pasado. Mamá se había puesto la blusa beis de cuello bordado que usaba sólo para ir a alguna celebración, la falda marrón y los zapatos salón negros de los entierros, también se había puesto las hebillas bonitas en el pelo y, aferrada a su bolso bueno, se había despedido de ellos sin saber qué hacer con las manos para después salir de la casa y subirse al coche del Sr.Hoffmann. Después les contó que la directora del colegio,la Sra. Schmidt, y el tutor, el Sr. Lindner, les esperaban ya en el despacho. Que el Sr. Hoffmann según se sentó a la mesa frente a ellos, comenzó a hablar sin darles tiempo ni a abrir la boca, señalándoles con el dedo a ambos y después los informes que había sobre la mesa, que el Sr. Lindner quiso incorporarse y el Sr. Hoffmann le había había hecho volver a sentar con un puñetazo a la mesa que había hecho temblar los vasos, y aún dio dos más, y les había dicho, entre otras muchas cosas, que si aquella madre había decidido poner aquel nombre a su hijo era porque ese nombre constaba en el santoral, que parecía mentira que no supieran el santoral, que la Sra. Schmidt se había puesto muy colorada y quiso decir algo, pero el Sr. Hoffmann la había señalado con el dedo y le había dicho que no podía echarle la culpa a ningún niño de los movimientos de masas en Europa en los últimos siglos, y el Sr Lindner le había preguntado que qué tenía que ver la masa de nada en aquello, y que ella misma tampoco supo de qué masa hablaba el Sr.Hoffmann, pero que no había dicho nada, y que el Sr.Hoffmann había soltado una especie de carcajada rara y le había dicho al Sr. Lindner que era lamentable un hombre de su posición no conociese la historia, y después había señalado las crucecitas que estaban marcadas en los informes, y había dicho cuatro frases muy bien dichas, que mamá no pudo volver a repetir, pero que casi había tenido ganas de incorporarse y aplaudir, y después el Sr. Hoffmann había sacado otros informes de la cartera y les había dado una pluma a los otros dos, que estaban muy pálidos, y la Sra.Schmidt había puesto las crucecitas en el lugar que el Sr. Hoffmann le indicó con el dedo, y el Sr.Lindner había firmado y puesto el cuño del colegio. Papá había sacrificado después su mejor cordero, y los Hoffmann no habían tenido que ir a la carnicería por mucho tiempo. Él había podido matricularse en el instituto, que estaba a dos pueblos de distancia, y como entonces no había autobús de línea, papá se había comprado un Volkswagen de segunda mano para acercarle todas las mañanas, pero quien le acercó finalmente fue mamá, quien descubrió de nuevo lo mucho que siempre le había gustado conducir.
Fue allí donde por fin pudo jugar al fútbol en un campo creado para tal fin y siendo parte de un equipo. Jugar le liberaba la cabeza y le hacía centrarse en los estudios, no necesitaba más. No tardaron en nombrarle capitán. Gracias a sus goles, el equipo subió de categoría. Y entonces hicieron su aparición los avistadores. Tantos, que Hoffmann tuvo que intervenir para que no entrasen en conflicto entre ellos. Todos le querían, y todos hacían ofertas difíciles de rechazar. Sus padres, si bien estuvieron presentes en todo momento, decidieron que fuera Hoffmann quien llevase las negociaciones con unos y otros. Hoffmann puso como condición principal, que el equipo que quisiese tomarle bajo contrato tenía que tener internado y centro de estudios, siguiendo el lema „Mens sana in corpore sano“ ya que nunca se sabía lo que podía deparar el futuro y una buena formación académica era muy importante. Finalmente el Club por Excelencia había ganado la partida y el septiembre siguiente había ingresado en su internado.
Sólo le faltaba una cosa: un agente. En ese momento había entrado en su vida Lafrange. Aymeric Lafrange era un amigo de Hoffmann, desde su época de estudiante en Paris, licenciado con honores de la ENA ,hombre de negocios varios, de impecable elegancia, mirada perspicaz y ya entonces de pelo muy blanco, que había aceptado gustoso el papel de representar al „Tanque“.
Porque a él le llamaban „El Tanque“, así, con mayúsculas, porque decían que cuando él alcanzaba el área con el balón demolía todo lo que encontraba a su paso y siempre tiraba a matar. Si bien tenía que admitir que era casi imposible pararle, él nunca había causado lesión alguna a nadie en ninguna de sus jugadas. Sólo en una ocasión Hernández había chocado contra Stanic, ambos del mismo equipo, por ir el primero mirando hacia la grada y no prestar atención a quién le venía encima en sentido contrario mientras él, el Tanque, enfilaba imparable por el otro lado del area a asestar un gol. Él no había tenido nada que ver. Pero no celebró el gol. Fue él quien había evitado que Hernández se ahogase en su propia sangre y lo acompañó hasta que se lo llevaron del campo. Gladiator. Hermanos de sangre. Habían sido los titulares después, con la imagen de él embadurnado en sangre, ayudando a un Hernández con la cara destrozada. Stanic sólo se había torcido una muñeca. Aquello había sido el comienzo de una sólida amistad. Hernández se pasó meses pareciendo el fantasma de la ópera, con una máscara ortopédica, y él, sin querer, comenzó a convertirse en leyenda. Sonrió al acordarse de la boda de Hernández. Aquello sí que había sido de leyenda. No coment.
Regresó al coche caminando bajo una ya profusa nevada, y volvió al apartamento. Antes de entrar, dejó la bolsa con la caja de bollitos de mantequilla colgada de la puerta de la cocina de la familia de la que era huesped. Después se sentó cómodamente a leer el periódico. Una cosa tan sencilla, tan difícil de conseguir. Cuando le sonó el móvil, supuso quién sería.
- Sinceramente creo que te has pasado con las gafas….
- Las compré por Amazón, no pensé que fueran tan grandes…pero tienen un espejo fantástico.
- Tú sí que eres fantástico…
- Dónde estás?
- En casa de mi hermana..
- Cuál de ellas, tienes cuatro..
- Número siete, la dentista..
- Llegaste hoy?
- Ayer por la noche..primero pensé en secuestrar el boeing y aterrizarlo al bies en la calle principal en medio de la nevada, en plan Willis, no te rías, me lo llegué a plantear, pero después convencí al del shuttle para que me trajera hasta aquí…
- En serio?
- Por algo soy Comandante, no?….no te rías, yo sólo soy Comandante y tú eres un puto Tanque…
- Vas mañana?
- Vamos todos…y cuando digo todos, somos todos…sólo nosotros llenamos el local, pero en fin…tú de incógnito?
- No quiero „Disneylandia“..
- Fui una vez y casi me peleo con Pluto….te entiendo…cuándo vuelves?
- El domingo por la mañana…
- Me llevas? Me reconocerás porque llevaré una gorra de plato azul…
- Idiota…
- A propósito de „idiotas“, al parecer Mona hasta ha ido a la peluquería…
- No me puede importar menos…
- No esperaba otra cosa de ti..
- Soy un hombre de recursos..
- Te veo entonces…a tí y a tus recursos..
- Idiota..
- Tanque!
Anne-Mona Heinrichs. Mona. La hija del alcalde. Lo suyo entonces eran los caballos y el volley. Él regresaba a casa desde el internado del Club en contadas ocasiones, una de ellas era Navidad, y ella se había hecho la encontradiza. Con dieciocho años uno no da importancia a semejantes detalles, y no tardaron en encontrarse a propósito. La gran promesa del fútbol patrio con la hija del alcalde, una pareja ejemplar con un brillante futuro ante si. Y así fue, hasta un fin de semana que el Club dio libre a determinados jugadores, entre los que se encontraba él. Decidió no decir nada, e ir a casa por sorpresa para celebrar que unos días antes le habían hecho titular, convirtiéndose así en el jugador más joven de la historia en conseguirlo. Lafrange no tuvo nada en contra, pero decidió que era mejor si en esa ocasión viajaban juntos, por si se diera la circunstancia de que hubiera periodistas en el pueblo, además aprovecharía para visitar a sus padres y a Hoffmann. Llegaron al pueblo a primera hora de la tarde, y como el sabía que Mona ese día tenía entrenamiento de volley, la primera parada fue el pabellón. Lafrange le acompañó al interior, por pura casualidad, no se acordaba el motivo. Lafrange iba algo adelantado, y él le seguía tratando de quitarse la abrigosa sudadera, e iba a doblar hacia la puerta que daba acceso a la cancha, cuando Lafrange le detuvo y le ordenó silencio con un gesto. Escuchó entonces la voz de Mona. Hablaba con Lydia, su mejor amiga quien sonaba un tanto confundida. Entonces cómo vas a hacer, él va a saber que no es suyo, las fechas no coinciden. Y Mona se había reido. La culpa fue mia por no hormonarme como me dijo Jessy, dos veces lo hicimos y nada, con hormonas hubiese sido plis-plás, Carsten me interesa tanto como ese extintor de ahí, pero ya ves, funciona, dos faltas ya, cuando venga se lo digo y ya planeamos todo, lo importante es tener el anillo en el dedo,después tengo otro enseguida y arreglado, que tiemblen los Beckham. Y Lydia todavía había dicho algo, pero él ya no lo había escuchado. Salió corriendo del pabellón y se metió de nuevo en el coche. Lafrange había tardado un rato en regresar. No tienes que preocuparte por nada, le había dicho sin apartar su mirada de zorro astuto del parabrisas, ya lo he arreglado yo, si hay algo que no miente es el ADN, llegado el caso se harían las pruebas, y ahora desaparezcamos, tú nunca has estado aquí. Y habían abandonado el pueblo por carreteras interiores. A mitad de camino, él había tenido que bajar del coche a vomitar. Lafrange había aparcado a la orilla de un campo en barbecho, y él se había adentrado un poco a vaciar su estómago de, le pareció a él, todo lo que había comido en su vida. Lafrange le había observado en silencio, apoyado en el coche, mientras fumaba un cigarrillo.
Aquella había sido la última vez que había puesto pie en el pueblo. En cuanto pudo, compró dos casas que compartían propiedad a las afueras de la ciudad en la que se encontraba el Club, y llevó allí a sus padres, quienes, con ayuda de Lafrange vendieron la granja a una cooperativa. Después el Club le blindó por contrato, y Lafrange le había dicho que ahora sí tenía motivos para llamarse Tanque.
Para relajarse, Lafrange practicaba el tiro al plato en su finca de Normandía. Un aparato lanzaba el plato al aire, y Lafrange lo destrozaba de un solo tiro de escopeta. Él prefería no pensar que pasaba por la cabeza de Lafrange en esos momentos, su mirada fija y fría mientras apretaba el gatillo se lo decía todo.
Después de Mona, a la que nunca más volvió ver ni intercambiar palabra, pasó una temporada sin querer tener nada que ver con mujer alguna. Hasta que conoció a Saulé, la primera bailarina del Ballet Nacional de Lituania, durante la celebración de una gala en la que ambos recibieron un premio. Ella siempre le dice que se enamoró de él nada más verle, y él supone que le pasó lo mismo porque a partir de aquel momento había sido incapaz de separarse de ella. Y no lo habían hecho desde entonces.
Se preparó de cena un revuelto de huevos con verdura y arroz, y se quedó dormido viendo una película sobre astronautas perdidos en el espacio.
Se despertó temprano, y tomó su café mientras observaba el cansino caer de la nieve que, durante la noche, había hecho desparecer el paisaje. Después se duchó. Tras la ducha, antes de vestirse, se observó en el espejo de cuerpo entero del armario. Para todos los años que llevaba en activo a alto nivel, no había sufrido muchas lesiones. Ninguna grave. Pero, como todo el mundo, él también tenía sus secretos. Se acordó del momento. Había tenido la sensación de que le habían pegado un tiro en el pie. Y se cayó. Sin poder hacer nada para evitarlo. Sólo pudo gritar de dolor y aferrarse a su pie. La foto dio la vuelta al mundo en minutos. El Tanque se rompe. El Tanque se quiebra. Dolor y Hierba. Sólo fue un aviso, había dictaminado el médico, su tendón pedía un descanso. Y él se lo había dado. Pero después tuvo que volver a ser El Tanque. El problema con su tendón era el secreto mejor guardado, dudaba que hubiera secretos de estado mejor protegidos. Lafrange se ocupó de dar una versión creíble a la prensa, el Club se plegó a él y el médico guardó silencio. Levantó su pie derecho en el aire y lo hizo girar lentamente. Su gesto se encogió de forma fugaz. Había aprendido a convivir con aquel dolor. Había llegado el momento de parar el Tanque. Lafrange sabría cómo.
La ceremonia iba a tener lugar a las doce de la mañana, en la sala grande de un centro cultural de nueva construcción no muy lejos del pueblo. Hoffmann no había sido una persona especialmente religiosa, y la familia se había decidido por una ceremonia laica para despedirle. Seguramente habría mucha afluencia de gente, así que buscaría un lugar discreto desde el que asistir, sin despojarse de su disfraz.
No se equivocó. Le costó trabajo encontrar un sitio para aparcar el coche. Seguía nevando con insistencia y se había levantado viento, así que a nadie le extrañó la presencia de alguien con su apariencia. El centro cultural estaba literalmente tomado por una multitud, que ya abarrotaba su interior y se extendía hasta casi el portal de entrada al recinto. Estaba preguntándose cómo podía acceder sin dar demasiados codazos, cuando un silbido familiar le hizo mirar hacia uno de los laterales del edificio. Oh Comandante, mi Comandante, pensó, al ver a su amigo haciéndole señas. Su amigo era el quinto de un total de diez hermanos, quienes le habían guardado un sitio en la sala, en la que ya no cabía un alma más. Si te subes las gafas, hay que llamar a los bomberos, le susurró Número Cuatro, una de las hermanas de su amigo, y él rio para si, confirmándose a si mismo que allí era donde tenía que estar.
La familia había situado la urna sobre una mesa, decorada con flores secas y velas. Él recorrió los rostros en la multitud, y la encontró. Mona Heinrich se había situado muy cerca de la mesa, había ganado un poco de peso, pero por lo demás seguía igual, en la peluquería le habían hecho un moño digno de exposición, junto a ella había un chico de unos quince o dieciséis años que era la viva imagen de Carsten Schroeder a su edad,y que estaba detrás. Divisó a Wilhelms al fondo. Pero también vio a todos aquellos niños, ahora ya adultos, a los que Hoffmann de una u otra manera había dedicado su vida a ayudar. Se prometió que no iba a llorar, pero no pudo evitarlo. Su amigo,quien junto a sus hermanos, contaba entre ellos, tenía razón. Estaban todos. Los niños de Hoffmann.
La ceremonia estuvo cargada de emoción, recuerdos, música y lecturas a cargo de sus hijos, y otros voluntarios. Por espacio de dos horas, de alguna manera, Hoffmann también estuvo allí.
Cuando todo acabó, aprovechando el desorden propio que se produce cuando se dispersa una multitud, él abandonó el local camuflado entre todos los integrantes de la familia de su amigo y después en el coche de uno de ellos, ya que la prensa había tomado posiciones en el exterior,y, ellos le reconocerían aún con disfraz. Pasó el resto del día en casa de Número Dos, y antes de que se hiciera demasiado tarde Número Nueve le acercó a buscar su coche para regresar al apartamento.
Se quedó dormido nada más apoyar la cabeza en la almohada, y cuando se despertó por la mañana, le dio la impresión de que no había cambiado de postura en toda la noche. Después de desayunar, recogió las pocas cosas que había traido, y abandonó el apartamento. Antes de subirse al coche, todavía con las gafas puestas, se hizo un selfie con el paisaje de fondo. Lo subiría a Instagram cuando ya estuviera en casa.
Recogió al Comandante delante de la casa de su hermana, y enfilaron la carretera para abandonar el pueblo.
- Entonces la Fundación no lleva tu nombre..- Comentó el Comandante.
- No, será la Fundación Hoffmann….Fundación Tanque suena fatal…
- Como a conflicto bélico…y tú de bélico tienes poco.
- De eso ya te ocupabas tú…
- Idiota
- Atención les habla el Comandante…
- Tanque, más que Tanque…
* El sistema escolar alemán está basado en la fórmula de la una vez denominada „Reválida“. Tiene lugar en el cuarto curso de la Escuela Básica, cuando el niñ@ cuenta diez años. Después de la Escuela Básica, hasta hace relativamente poco, el sistema ofrecía tres posibilidades de formación posterior: Gymnasium, Realschule y Hauptschule. Esta última, afortunadamente, fue eliminada como opción ya que diversos Organismos Internacionales dictaminaron que iba contra los Derechos del Niñ@. Actualmente sólo hay dos opciones: Gymnasium y Realschule (o Werkrealschule). Hasta hace relativamente poco, era el profesor quien, unilateralmente decidía a qué institución debía ir el alumno, los padres no tenían opción alguna a protestar la decisión y ésta era muy dificil de revocar. Esto llevó durante los siglos que tuvo vigencia, a una cantidad ingente de injusticias, falsas decisiones y rencillas personales. Actualmente, la decisión ha dejado de ser unilateral y los padres son informados en todo momento del proceso, también tienen la posibilidad de enviar a su hijo a la institución que deseen, independientemente a la opinión que de él tenga su profesor.
Desgraciadamente, muchos niñ@s son prejuzgados por su nombre, apellido, nacionalidad, profesión de sus padres o todos estos factores unidos. Eso no ha cambiado. Todavía hay muchos „Tanques“, para bien y para mal.