La descubrió entre la multitud gris y marrón que se agolpaba en aquel inhóspito lugar. Envuelta en mantas de un color indefinido, el rostro oculto por un echarpe de lana. Su primer impulso fue abrirse camino hasta ella a través de la masa de gente, pero no se movió un ápice. Ocultó aún más el rostro en el capuchón que cubría su cabeza. Los dos en territorio hostil. Demasiados ojos. Aún demasiada luz. Sin previo aviso comenzaron a abrirse los portones de madera que daban entrada a la ciudadela, y la multitud comenzó a desplazarse a la vez y en la misma dirección, como lo hace el agua de una esclusa al abrirle las espuertas, arrastrando, vapuleando, pisando, empujando, gritando y pegando, sin orden ni razón. Y él se vio sumergido en ella, sin poder siquiera dirigir sus propios pasos. Ya cerca de los portones, se atrevió a mirar en derredor. La había perdido. Se embozó de nuevo y bajó la cabeza al cruzar al interior, entre lotes, mulas, enseres, carros, sacos, llantos, gritos, golpes, caídas, charcos y la más cruda desesperación hecha ser.

Entonces empezó a nevar. Y volvió a haber empujones y golpes para conseguir un lugar bajo techado en el que pasar la noche, lo que regaló después al interior de la fortaleza un aspecto de paisaje marrón y negro de mantas que cubrían cuerpos arrimados para lograr calentarse. Él recorrió uno de los laterales de la muralla, con techados más amplios, donde había observado habían buscado cobijo mujeres y niños. Buscó la oscuridad. Se sentó contra el muro, rodeado de bultos informes. Cerró los ojos, aún sabiendo que no conseguiría dormir.

-Trosiak- Era tal leve el susurro que por un momento pensó habría sido el viento, que soplaba cruzando los alprendes. Abrió los ojos en la oscuridad de su capuchón, pero no se movió. Recorrió con la mirada uno a uno los montones a su alrededor, inertes y oscuros. A su izquierda uno de los bultos pareció moverse. Giró la cabeza y la vio. Había liberado su cabeza de la manta que la cubría, aún en la penumbra era patente su palidez y su rostro denotaba un agotamiento al que fue incapaz de dar nombre. Ella volvió a ocultarlo bajo la manta y se apartó de nuevo a la oscuridad. Él no se movió. Luego comprobó que todos los bultos continuaban inertes y escuchó el silencio, sólo roto por el silbo del viento y los bramidos lejanos de las bestias. Se deslizó hacia donde había visto hacerlo a ella. De una vez. Sin hacer ruido. Notó como una mano acariciaba sus ropas, para volver a desaparecer después. Él también se atrevió a hacer lo mismo. Se mantuvieron así, sin siquiera moverse o hacer atisbos de mirarse, tras escuchar voces provenientes de algún lugar. En un momento, ella palpó las ropas que le cubrían a él hasta alcanzar su mano y tomándola en la suya la introdujo debajo de sus mantas. Trosiak se volvió hacia ella de pronto, sin cerciorarse de nada, al entender lo que ella había tratado de decirle. Bajo varias capas de mantas y ropa informe que la cubrían, ella escondía un ya voluminoso vientre. Trosiak hundió su rostro en las manos y después se aferró la boca con una, para no gritar. Escucharon pasos. Ambos volvieron a ser sombras oscuras inertes contra un muro. El buscó el vientre de ella otra vez, cuando regresó el silencio, y se giró a medias, recuperando algo que creía haber perdido en algún punto de la huida, su sonrisa, o lo que recordaba de ella.

-Cinco pasos. Cinco pasos tras de ti- buscó mezclar su susurro con el viento, ella negó con la cabeza- Cinco pasos-repitió casi acercando su cabeza a la de ella, quien le buscó en la oscuridad y reuniendo su mano con la de él asintió en silencio, él abarcó entonces el vientre con la mano, encontrando los ojos de ella en las sombras.

-Trosiak- apenas un siseo, que le devolvió su nombre y lo que representaba, y se atrevieron a ensayar la sonrisa, apenas, casi con miedo. Para volver después cada uno a su lado de la oscuridad.

Al abrir el alba, los montículos a su alrededor se fueron erigiendo en grupos indistintos de mujeres, niños y ancianos, que no perdieron tiempo para reunir sus portantes para continuar camino. Trosiak esperó a que ella se incorporara, para hacerlo él, pero permaneció apoyado al muro, embozado en sus mantas y su capuchón.

La multitud se puso en marcha en cuanto se abrieron las puertas de la ciudadela. Ella esperó a que saliese la primera impronta para avanzar. Sin mirar atrás.

Él contó entonces.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco.