En realidad se llama Virginia, pero todos la llamamos Kinski. Una vez estando sentados todos en un banco del parque comiendo pipas, llegó Luispe acompañado de un tipo que no conocíamos de nada y que de buenas a primeras le espetó a Virginia que se parecía mucho a una actriz de una película que había visto, y que se llamaba Kinski. Nosotros seguimos tomando pipas. Y nos reímos un rato del nombre. Pero desde entonces la llamamos así.

Sólo sus hermanos la llaman Virginia, y ella reacciona tarde, como si hubiese guardado su nombre en una caja y olvidado en un desván. Llegó después de dos chicos morenos y no muy altos, con bastantes años de diferencia, un bebé rubio de ojos verdes, que se convirtió en una chica espigada de pelo trigueño y rasgos teutones. Al parecer era parecida a una bisabuela. Mi abuela añadía por bajines que era parecida a la bisabuela del capitán aquel que llevaba a limpiar el uniforme a la lavandería de sus padres en tiempos. Y mi madre carraspeaba, y le hacía señas con los ojos, y mi abuela remataba anotando con sorna que el uniforme siempre había estado impoluto.

Pero Kinski no sabía nada de esas historias, o no quería saber. Ella andaba a lo suyo, participando en nuestra vida, pero tratando de hacer la suya al margen. Fue la única de todos nosotros que no repitió nunca un curso, pero jamás la tachamos de sabionda. Parecía que sin hacer nada en especial aprendiese rápida y eficazmente.

No hablaba mucho, y le encantaba comer. Pero no engordaba, siempre llevaba un trozo de algo en la mano.

A la hora de elegir a qué dedicarse en la vida, se inclinó por derecho, para orgullo de su padre y decepción mía, ya que eso significaba que no nos íbamos a poder ver tan a menudo. Cuando aprobó la oposición a juez, nos enteramos por el periódico al ser ella la juez más joven del país.

Yo soy infiltrado. A veces pienso que debería dedicarme a la interpretación. Cada vez soy una persona distinta, en un contexto diferente, otra ciudad, otro acento, otro nombre. Soy todos y nadie. El mío es Zacarías Fierro.

Hasta hace seis meses fui un eslabón en una red intrincada y opaca. Es la única manera que tengo para definirla. Opaca. Me pasé dos años recorriendo el Mediterráneo en barcos veleros, con gente guapa y manejando mucho dinero.

El sueño de cualquier otro. Pero no el mío. De todo lo que tuve que aprender para mi papel me quedo con las palabras “Spinaker, Génova y Gennaker”. No sé. Me gusta como suenan. De lo que me ocupaba , con el qué, cómo, quién, y dónde. El resto intentaré olvidarlo. Las cicatrices me lo recuerdan. Y el viento. Si es bueno.

Cuando la vi entrar en la habitación no la reconocí en seguida. Tenía el pelo de otra forma y el traje que llevaba no la favorecía. Su nombre me la devolvió inmediatamente a su contexto, pero no dije nada. No reaccionó al mío. Venía acompañada de dos secretarios, dos números del cuerpo y mi enlace.

Volví a contar todo lo que hacía días contaba. Como un mono de repetición. Dejó su tarjeta en la mesilla. Pero la suya personal. No la del juzgado. Kinski.

La llamé al día siguiente. Y se disculpó por no haberse hecho conocida. Le dije que eso lo hacía yo todo el tiempo. Y nos reímos.

A Eloy Domínguez Lérez se le dio por desparecido. Y volví a ser yo. Pasé un mes en el hospital y ella se instaló en un apartamento del servicio mientras duraron las diligencias previas. El juez local se las había pasado gustoso. Demasiado opaco. Demasiado grande. No podíamos tener contacto para no entorpecer nada. En el mes que estuve en la isla, me hizo llegar varias veces, a través de una enfermera, un menú completo de un sitio de comida casera que ella conocía y dos paquetes de pipas. No creía en los viajes en el tiempo. Ahora si. Sólo se necesita un paquete de pipas.

No pude despedirme de ella. Órdenes. Y me fui al Pirineo. Lo último que necesitaban mis cicatrices era sol y yo ya tenía bastantes millas náuticas a mis espaldas. La operación siguió sin mi, pero a un callejón sin salida. Todo se volvió más indivisible. La madeja se enredó más. Nunca se pudo saber quién había tirado la cerilla. Durante un tiempo tuve pesadillas, que yo ardía, o la habitación. Después ya no.

Y la volví a encontrar. Al otro lado de la mesa de novedades de una librería. Con su aire desangelado y tranquilo, leyendo no muy convencida el argumento de un libro, su boca en un rictus escéptico. La llamé y levantó la vista despacio, aún metida en el argumento del libro. Su rostro se iluminó al verme, y dejó el libro en el montón equivocado. Yo no compré el mío.

Comimos juntos y nos dimos los números. Y volví a tener dieciséis años y dudas filosóficas ante el teclado de mi teléfono. La llamé un jueves para ir al “Día del espectador” y aceptó sin dudar. He llegado a pasar diez horas sentado en un coche esperando a que alguien saliese de un edificio, las horas que pasaron entre mi llamada y la hora de nuestra cita fueron en comparación una cadena perpetua sin opción a revisión. Fuimos a ver una de unos que burlaban a la policía con juegos de magia, los dos llegamos a la conclusión de que nuestros trabajos serían más interesantes si nos viésemos en semejantes tesituras.

Volver a tener dieciséis años debe ser muy parecido a pasar un mono. Incluso me planteé volver a fumar. Ella seguía manteniendo la misma serenidad de siempre, discreta rozando la timidez. Mi serenidad volvía en el momento en el que ella salía de su portal los jueves a las siete y veinte de la tarde.

Nos vimos todas las películas candidatas a los Oscars, las de Cannes, y los Goya, además de varias independientes suecas. Después solíamos tomar algo, de mesa y mantel o de tapas. Llegué a saber de memoria los menús de restaurantes y taperías en un perímetro de cinco kilómetros alrededor de los cines que solíamos frecuentar.

De jueves a jueves nos mandábamos mensajes o nos llamábamos, al principio con una frecuencia de cuarenta y ocho horas, para ir degradando de veinticuatro a doce, hasta llamarme ella por la mañana a las diez y media, y yo a ella por la tarde a las seis menos cuarto, hora a la que sabía que su secretaria abandonaba el juzgado.

Entonces una noche, a la salida de “Lo Imposible”, se paró en frente de mi y me besó. Escondió mi rostro entre sus manos y sonriendo me dijo que ella tampoco podía vivir sin mi.

Desde entonces estamos infiltrados uno en la vida del otro. Yo la llamo Kinski, ella a mi Fierro. Eso no va a cambiar. Vamos cada jueves al cine, nos apuntamos a cursos de cocina, nos perdemos sin mapas o navegador por ciudades, caminamos sin prisa, y hacemos viajes en el tiempo. Con bolsas de pipas.